No hay futuro en Isla Basura
Hay pocas técnicas que sean tan propicias al cine de Wes Anderson como la animación. Lo demostró en Fantastic Mr. Fox, y hasta cierto punto también en alguna película posterior, caso de El gran hotel Budapest, contagiada por un modelo de representación antinaturalista que debía mucho al mundo del comic. Al fin y al cabo, a un creador de mundos tan excéntricos y naifs como Anderson la animación, y más concretamente la stop-motion, le proporciona la oportunidad de controlar el universo: un mundo creado a su imagen y semejanza.
Lejos del minimalismo de Fantastic Mr. Fox, lejos también de su ternura y calidez, debida en buena parte al original de Roald Dahl, Anderson crea en Isla de perros un mundo extraordinariamente complejo, un universo que, en su horror vacui, parece más cercano a un cuadro renacentista que a una película del propio Anderson. Son solo dos escenarios principales, ambos japoneses, una ciudad liderada por un despótico alcalde y una isla cercana en la que se acumula la basura y a la que han sido desterrados todos los perros, portadores de una enfermedad incurable que algún día podría contagiarse a los humanos. Pero solo la presentación de ambos espacios requiere un importante consumo de información. Todo en Isla de perros precisa de distintas capas de datos, como si Anderson, más que articular un relato, quisiera proponer una taxonomía de ese mundo surgido de la imaginación de los cuatro guionistas: Roman Coppola, Jason Schwartzman, Kunichi Nomura y él mismo.
En Isla de perros se respetan los idiomas de sus personajes, lo que quiere decir que los japoneses hablan en japonés y los ladridos de los perros se “representan” en inglés. El japonés no se subtitula, pues la película recurre a “traductores” o comentaristas que participan de la misma historia, ellos mismos conformando una de esas muchas capas de información que la película necesita para traducir todo su artificio. Hasta los créditos y todos los rótulos temporales o de situación están en japonés e inglés. Súmesele a esto los subtítulos en castellano y uno podría llegar a pensar que quizás una buena versión doblada (la francesa incorpora las voces más representativas de su cine, incluso a Jean-Pierre Léaud) podría solventar muchos de estos problemas.
El virtuosismo de la operación es innegable, la inteligencia de muchas soluciones visuales, por no hablar de los diálogos cáusticos y desencantados, no pueden ponerse en cuestión… y, sin embargo, Isla de perros parece querer imponerse en todo momento por aplastamiento, como si se tratase de una de esas películas que lo fían todo a la acumulación de superhéroes. Con respecto a Fantastic Mr. Fox el número de escritores se ha multiplicado por dos, pero la impresión es que los personajes lo han hecho incluso en mayor medida: no solo sobran perros (fuera de Spots y Chief, ¿eran necesarios más?), buena parte de los problemas de Isla de perros radican en la escasa empatía que genera el protagonista humano, Atari. Quedan, eso sí, momentos puntuales en los que se trasluce un inspirado homenaje a los pioneros Chuck Jones y Tex Avery (las peleas entre nubes de polvo-algodón) y alguna escena construida sobre el rescate de alguna bella canción olvidada (“I Won’t Hurt You”, de The West Coast Pop Art Experimental Band), una de las especialidades de Anderson, lo que nos hace añorar, precisamente, el tan entrañable espíritu musical de Fantastic Mr. Fox.