“Isla de Perros”: una película dog friendly, con un amigable mensaje político hacia los descastados en tiempos de inmigraciones, que homenajea la cultura japonesa, realizada mediante animación stop motion, dirigida por Wes Anderson.
Esta objetiva enumeración de características podría significar, desde ya, la cumbre del hipsterismo, esa vertiente joven y canchera (ya en retroceso) que se queda en las superficies bonitas y en las poses antes de explorar verdaderas bellezas y rebeldías.
Pero Anderson vuelve a demostrar que es mucho más que lo que dicen que es, mucho más que un virtuoso cineasta intelectual con aires afectados, con una obsesión por los planos armónicos y las paletas de colores pastel, con una estética que desborda el cine y se convierte en diseño y, por lo tanto, en un artefacto prediseñado, frío.
Es una sensación recurrente al visitar, sin prejuicios, el cine de cineasta tejano: no son pocos los que esperan personajes afectados y un culebrón “emo” que añora tiempos aristocráticos, y colisionan con un cine exquisitamente artesanal, rico en matices, personajes de dolorosa autoconciencia y una nostalgia que lejos de la pose chic es por momentos el anhelo descorazonante por una armonía, una belleza, perdida en el mundo hiper moderno.
Una sensación que creció particularmente con “Budapest”, que volvió sus preocupaciones particularmente políticas, ampliando su cine desde conflictos aparentemente interiores a problemáticas globales: esta tendencia se profundiza en “Isla de Perros”, un alegato por la inclusión que es también, en días de avasallante hipermodernidad, una oda a tiempos artesanales (los del mítico Japón, los de la animación que podías tocar). Tiempos donde la basura no formaba islas. Tiempos probablemente míticos. Pero, además y sobre todo, “Isla de Perros” es una aventura clásica, preciosa (nunca preciosista), melancólica y burbujeante.