La última obra de Wes Anderson nos recuerda porque el perro es el mejor amigo del hombre.
Durante los últimos años vimos una hilera de películas protagonizadas por niños en el mundo del stop motion asombran al mundo animado. Entre ellos, apreciamos los casos de “La vida de Calabacín” de Claude Barras, “El principito” de Mark Osborne y de “Kubo y la búsqueda del samurái” de Steve Knights. Wes Anderson no se queda afuera de esta lista y deposita al pequeño protagonista en una aventura canina en un Japón futurista.
La trama comienza con la expulsión de los perros a una brasero en forma de isla por parte del gobernador de Megasaki City para que la enfermedad que esparcen no afecte a los habitantes de la ciudad. El exilio de los perrunos les exige una nueva forma de vida y una dualidad entre lo que deben hacer con sus vida desde adelante y sí su lealtad por sus amos debe mantenerse intacta. Con pequeño un guiño a “The plague dogs” de Martin Rosen en los perros fugitivos que se resguardan en la isla para escapar de los crueles experimentos que fueron sometidos. En otra medida destacable (y que está siendo muy oculto en el cine animado últimamente) es de la presencia del villano como enemigo temible desde la exposición.
Los pilares de esta aislada sociedad son la diversidad, tamaños y personalidades que son manejados con astucia por Anderson colocando a cada uno de los personajes a merced de su cine, de su firma. A diferencia de Fantastic Mr. Fox (2009), su primer película animada, no contuvo el apoyo de su colega Noah Baumbach (Madagascar 3) en el guión ni es una adaptación de un cuento clásico; “Isle of dogs” es el puntapié para hablar del mundo actual, tal como se ven. Un Anderson más maduro y energúmeno de la política actual, aquel que pudimos apreciar hace poco en “El gran hotel de Budapest”.
Cuando los ladridos son mucho más que las palabras.
Asimismo, todo este mundo es una excusa del director para entrar y homenajear el cine de Hayao Miyazaki y de Akira Kurosawa que dentro de tanto festín oriental, el resultado terminando siendo un mix entre lo occidental y lo oriental, o mejor dicho, la postura de un consumo y admiración de Japón por la cultura anglosajona.
Desde el principio del film se nos aclara que trama se desarrollará en con algunos traductores ocurrentes. ¿Una interpretación sobre otra sobre otra? Aquellas palabras no pierden fuerza ni desencanto por este juego del lenguaje que, además de ser el gran elemento con el que juego el guión, es su principal arma para hablar de los otros, de las incomprensiones, del resultado de interactuar con alguien de diferente lengua, tanto para bien como para mal. Sin recurrir en algún momento a los forzados subtítulos por debajo de los locutores, la compresión total pasa por las imágenes sobre la traducción.
Los muñecos de los perros humanizados cobran fuerza y notoriedad en la cámara a medida que imagen y sonido se unen a la historia. La animación, que va de pequeños movimientos de los pelos de los personajes hasta toda una escena cruda y salvaje de la realización de un sushi, termina siendo no solo la elección necesario para el relato sino un interminable viaje para el gusto ocular donde la realización técnica destaca por momentos sobre la historia.
Es por eso que, en el sentido humorístico, el largometraje se deja llevar por el sello del realizador con chistes sencillos pero efectivas donde lo visual es aprovechado de forma rápida y elocuente por una enorme cantidad de gags ingeniosos.
Mordidas, perros robots, tambores, colegiales y un sin fin del folklore asiático que hipnotizan durantes los 100 minutos que dura “Isle of dogs” donde luego tendrá lugar las consecuencias de ese trance con preguntas que nos encierra y marcan de forma personal al final del recorrido.