Hoover a contraluz
Clint Eastwood se hace más viejo y más pesado. Pero la pesadez, acá, no es una cualidad necesariamente indigna. Lo pesado en Eastwood es un color y un tono anímico, una disposición del espíritu que parece moldear el modo en que los personajes transitan el mundo. En El sustituto es el andar consumido por la tristeza de Angelina Jolie; esa mujer convertida en espectro que se niega a abandonar del todo la vida. O el del propio Eastwood como figura principal de Gran Torino: atónita, tambaleante, enfrentada al misterio de un universo que se vuelve excesivo a su alrededor y también a la cercanía de la propia desaparición física. Incluso el personaje de Mat Damon en Más allá de la vida –pese a lo que podría suponerse, y a sus picos de agobio y desesperanza, una película bastante más aireada y luminosa que las otras– exhibe en los hombros un aire de tragedia terrible, que lo empuja contra el mundo menos como un destino esperable que como una condena. De un modo análogo pero distinto, Hoover, el protagonista de la última película de Eastwood, es una presencia que le impone al plano una carga particular y extraña de solidez y contundencia, con su cuerpo aferrado a las cosas pero a la vez misterioso y esquivo.
El director americano cuenta esta vez la historia del creador del FBI tal cual se lo conoce hasta hoy y aprovecha para establecer la ambigüedad del estatuto de verdad de todo hecho histórico, un poco como lo hiciera en la menosprecida La conquista del honor. Un Hoover viejo contrata a un periodista para narrar su vida en primera persona y dejar asentado el papel preponderante que le tocó desempeñar en la vida de los Estados Unidos durante una buena parte del siglo veinte. La película fluctúa entre el presente y el pasado a una velocidad impresionante: la imágenes ostensiblemente oscuras parecen atropellarse, volcarse unas sobre otras como si el tiempo no alcanzara, fundirse una sobre la siguiente en un ejercicio notable de lo que parece una carrera palmo a palmo contra el olvido y la muerte. Al mismo tiempo, las marcas grotescas del maquillaje con el que se caracteriza a los personajes en su vejez sitúan casi todo el tiempo la película en un “más allá de la vida”, un desfile teatral de la historia que parece rendirle un culto secreto a la ficción y al artificio con el que las narraciones se tuercen y se doblan en pos de una verdad que no es histórica sino en última instancia plástica y personal. A menudo incluso se lo ve a Hoover irrumpir en el plano, tomar por asalto la escena y apropiarse de su sentido definitivo, aquel que la anécdota registra y la historia fija, como cuando en la detención del asesino del niño de la familia Lindbergh aparta al agente de policía de un empujón e impone la voz de mando sobre el detenido.
Para Eastwood, J. Edgar Hoover es una criatura en esencia maniática, un emprendedor desaforado cuya megalomanía lo coloca a la altura de otros pioneros contemporáneos: Charles Lindbergh sin ir más lejos, el rico y célebre campeón de la aviación norteamericana que en la película es un ser esquivo y reticente, que participa en poquísimas escenas y es definido apenas mediante un par de pinceladas, parece constituirse en la contrafigura fantasmal de Hoover, el que le niega el saludo y el reconocimiento y recibe con desdén la participación del funcionario en el esclarecimiento de la muerte de su hijo. El accionar de Hoover responde en la visión de Eastwood al deseo voraz de ser reconocido, principalmente por su madre pero no solo por ella. Y es que como pocas veces el director hace hincapié en ciertos aspectos psicologistas de sus personajes. En esa dirección, la relación secreta que Hoover mantiene con su subordinado Clyde Tolson durante décadas contribuye de manera un poco tosca a realzar el contraste entre su vida pública, su declarada probidad moral y su rectitud conservadora, y los flancos inconfesables de su vida personal. Si bien esta sorprendente inclinación de Eastwood constituye un aspecto lateral en la película, el director no se priva de algunos subrayados innecesarios que de pronto estrangulan el relato quitándole parte de la concisión y fluidez que son características de su cine. Lo que se nota también por momentos en este Eastwood penumbroso y veloz es una invisibilidad mayor del estilo a favor de la preponderancia del tema. El breve y notable paneo del comienzo de Más allá de la vida (su película inmediatamente anterior), que capta un paisaje feliz y colorido de vacaciones e introduce en el mismo movimiento a uno de los protagonistas, prepara sigilosamente al espectador para el drama de un modo que se echa de menos en J. Edgar.
Aquí, en cambio, todo está imbuido de una velocidad frenética más acorde con el protocolo de un cine industrial contemporáneo que carece de rasgos autorales discernibles –el ritmo y la duración de los planos podrían ser los mismos de Red social o de las dos últimas Misión imposible, por ejemplo. Muchas de las escenas parecen jugarse en un terreno que bordea la parodia o exprimen sus contornos para obtener brillantes retazos de una intensidad –notoriamente en la secuencia de la discusión entre Hoover y Tolson, que empieza con recriminaciones a los gritos y termina en una lucha cuerpo a cuerpo– que puede oscilar entre la risa distanciada y la emoción genuina del melodrama. La caracterización decididamente oscura del personaje y la declinación de una marca de estilo reconocible parecen obedecer a la idea de que no se trata tanto de retratar a un ser humano sino de hacer la radiografía de un sentimiento colectivo que atraviesa la historia norteamericana desde el principio del siglo veinte hasta nuestros días. Pero para ello Eastwood no diseña un fantasma sino una criatura maciza y prepotente (incluso Leonardo DiCaprio parece mucho más alto de lo que en realidad es) recargada de maquillaje que no alcanza a guiarnos en la sucesión de imágenes que constituyen la película sino que se hunde en ellas y nos arrastra consigo.