Un vestido y un amor
J. Edgar, la película número 32 de Clint Eastwood en su faceta de director, acaba de sufrir un duro castigo por parte de la Academia de Ciencias y Artes de Hollywood que la ha omitido por completo de las nominaciones al premio Oscar. Ni siquiera un rubro técnico para un filme con visibles esfuerzos en materia de escenografía, vestuario y maquillaje. ¿A qué se debe esta saña para con el por lo general más que respetado realizador de tantas obras memorables del cine? A no dudarlo, señores: el viejo Clint perdió el pelo pero no las mañas. El problema de la biopic sobre la controvertida figura del funcionario público J. Edgar Hoover es la visión demasiado blanda que de él presenta el siempre vigente cineasta de Los Imperdonables. No lo aseguramos nosotros sino la abrumadora mayoría del periodismo de su país…
En los Estados Unidos quien fuera el férreo director del temido FBI durante cuarenta y ocho años ininterrumpidos nunca ha contado con el favor de sus compatriotas pese a la gran cantidad de innovaciones que implementara para combatir el crimen (el análisis científico de la escena del crimen, la sistematización de una base de datos de huellas dactilares, la incorporación de profesionales universitarios en las diversas especializaciones del organismo, etc.). En su persecución indeclinable de un modelo de justicia (SU modelo de justicia) Hoover no hesitó en chantajear, extorsionar, manipular y quizás (no hay pruebas que lo confirmen) mandar a borrar del mapa a quienes se opusieran a su voluntad. No por nada el slogan de J. Edgar reza: “El hombre más poderoso del mundo”. Consagrado en cuerpo y alma a su trabajo es muy poco lo que se conoce de la intimidad del hombre excepto la versión de que era un homosexual malamente asumido y que habría mantenido una larga relación con el director adjunto del FBI, Clyde Tolson.
La injerencia directa o indirecta del todopoderoso e intocable Hoover en la gestión del gobierno de turno (¡logró mantenerse en su cargo durante ocho presidencias!) con tristes antecedentes como la caza de brujas en la década del ’50; su responsabilidad en la condena a muerte a los esposos Rosenberg acusados de traición (se demostró que por su antisemitismo Hoover no verificó las pruebas en su contra) o, entre muchos otros, las sospechas de su participación de los atentados que culminaron con las vidas de los hermanos Kennedy o Martin Luther King Jr. Claramente era esto lo que la prensa de Estados Unidos quería ver en la pantalla y no una radiografía ecuánime y equilibrada de los vicios y virtudes de este terrible megalómano.
Clint Eastwood, que aquí demuestra una vez más su sabiduría como artista, es demasiado inteligente como para cometer el error de filmar un panfleto para denigrar a Hoover. No sólo porque no es su estilo sino también, insistimos, porque ciertos hechos no han podido ser debidamente corroborados. La J. Edgar de Eastwood enuncia y denuncia cuando así se lo requiere pero también sugiere y deja a criterio del espectador la decisión final sobre la culpabilidad de Hoover en algunos de los más destacados sucesos de la historia estadounidense. Y está bien que así sea. Eastwood ha logrado no transparentar enfáticamente su postura personal pese a que en su fuero íntimo con seguridad ya tiene un veredicto. Clint expone al personaje, lo ubica en el tiempo y el espacio, le da un contexto emocional además de histórico, desnuda sus motivaciones, revela por primera vez sus altas y bajas pasiones (la soterrada pasión por Clyde, el extraño vínculo con su dominante madre) y no olvida remarcar tanto lo bueno como lo malo con la inestimable colaboración de Leonardo DiCaprio en la mejor actuación de toda su carrera.
Ya establecido el QUÉ de un relato sólido como casi todos los que entrega habitualmente Eastwood sólo nos queda ocuparnos del CÓMO. La estructura de J. Edgar juega con los tiempos sin prisas ni pausas: transcurre en tiempo presente durante los últimos años de su conducción al frente del FBI mientras paralelamente se van disparando flashbacks –con la excusa de estar redactando sus memorias a un joven escriba- que dan cuenta de su ascenso meteórico dentro del Departamento de Justicia, su asignación como máximo jefe de los federales a los 29 años de edad, la lucha contra el hampa en la época de la ley seca, las consecuencias trascendentales derivadas del secuestro y muerte del bebé del famoso aviador Charles Lindbergh, sus celos profesionales para con algunos de sus agentes (mandó al destierro a Melvin Purvis, el G-Men más popular, solo porque le hacía sombra ante la ciudadanía), su obsesión con los comunistas, las reuniones con los presidentes recién electos que buscaban apartarlo de su puesto e indefectiblemente terminaban siendo persuadidos de no hacerlo cuando Hoover les mostraba sus expedientes Top Secret en los que se acumulaban documentos, fotos u otros elementos incriminatorios de llegar a los medios de comunicación. Este montaje no lineal jamás cansa ni abruma con la información brindada. Con todo lo que se puede recopilar sobre Hoover un director como Oliver Stone hubiese ocupado un tercio de su película con el guión completo de J. Edgar.
Desde luego que hay limitaciones, todas las biografías las tienen. La clave es saber elegir de tanto material exactamente lo que se quiere contar. En ese sentido Eastwood separa la paja del trigo: no innova en lo que ya es vox populi y se la juega sobre lo que ocurría con Hoover fuera de lo laboral. La historia de que alguna vez se lo descubrió usando un vestido es un clásico mito del folclore yanqui. Y su parco amor fou con Clyde (sensible aproximación al personaje de Armie Hammer) contrasta con la sumisión y adoración para con su madre (Judi Dench). La frase “No seas marica, sé un hombre; prefiero verte muerto antes que tener un hijo marica” que le espeta dona Anna Marie Hoover, dice más sobre el vínculo madre e hijo que varios tratados que se puedan escribir al respecto. Fuera de Clyde y de su madre una de las personas que más trató a Hoover fue su leal secretaria personal Helen Gandy (Naomi Watts). Es una pena que tras la muerte de su jefe Gandy no haya contribuido a disipar algunos de los tantos misterios que aún hoy le sobreviven.
A medio camino entre lo íntimo y lo público, la J. Edgar de Eastwood humaniza sin exagerar al hombre y pone en su lugar al funcionario del gobierno que supo mantener su posición de privilegio en base a una combinación de inteligencia, cintura política y malas artes. ¿Analogías por suelo argento? Salvando las distancias: Don Julio, claro…