Una vida, una época
Reflexionábamos ya, tiempo atrás (en El discreto encanto de las biografías), sobre la insistencia del cine masivo por convertir ásperas biografías en cordiales melodramas. Una sumatoria de fórmulas modelan este tipo de productos, que en el grueso del público despiertan siempre más entusiasmo que los documentales: la sucesión de momentos privilegiados, el afán didáctico, la reconstrucción de época, hechos políticos y sociales que asoman distraídamente en la pantalla de un televisor o desde una radio encendida. Una tendencia informativa se combina en estos casos con una cadena de situaciones intensas (las biopics no suelen demorarse en silencios o tiempos muertos), reduciéndose la complejidad de una vida a una suerte de resumen de datos enumerados como para una enciclopedia. Apenas aisladas excepciones logran salirse del molde, representando con mayores matices los pliegues de la existencia de una persona pública: el Carlos de Olivier Assayas o algunas películas de Alexander Sokurov son algunos ejemplos recientes.
En J. Edgar, el veterano Clint Eastwood (1930, San Francisco, EEUU) echa una mirada algo desapasionada a la vida de quien hizo fuerte al FBI y, paralelamente, a casi medio siglo de hechos de la política estadounidense. Mortecina y severa como los ámbitos en los que se mueve su protagonista, adquiere rasgos del cine de espías o de gangsters (esos que J. Edgar Hoover combatía pero a los que, en el fondo, se parecía, y a quienes incluso admiraba, como parecen indicarlo las escenas en las que disfruta viendo a James Cagney en el cine) con algunos ribetes melodramáticos. Estos últimos, claro, de manera tibia, por tratarse de alguien que sólo la persistente compañía de su secretario permite imaginar un posible componente romántico (cabe señalar, en este sentido, que las dos únicas escenas de besos son en el interior de una fría biblioteca vacía y en medio de una riña en una oscura habitación de hotel, con rechazos en ambos casos).
El guión escrito por Dustin Lance Black está muy bien trabajado, con flash backs que se amoldan con precisión a escenas más cercanas en el tiempo sin que el resultado resulte confuso, aunque todo aparece demasiado explicado y algunos añadidos –como el encuentro de J. Edgar con Shirley Temple, o los contraplanos de los presidentes respondiendo (o no) su saludo desde la ventana– lucen artificiosos.
Indudablemente, el personaje es fértil, polémico, ambiguo, y hasta es posible relacionarlo con la represión y el espionaje puestos en práctica en otros países y circunstancias (como la última dictadura en Argentina), cuando alega estar “cumpliendo órdenes” o asegura haber contado con el apoyo silencioso de la población en su lucha contra el comunismo. “Es un error juzgar hechos del pasado desde el presente, fuera de contexto” dice también, y allí reside tal vez lo más estimulante de la película: recordarle al mundo las posturas que rigieron durante mucho tiempo la sociedad estadounidense.
Respecto a Leonardo Di Caprio, cabe preguntarse por qué directores como Martin Scorsese o Clint Eastwood recurren a él para personajes gangsteriles, de sobretodo y sombrero de ala ancha. Aunque es un actor expresivo y está muy sobrio aquí, fatiga verlo con una bravura impostada y el ceño fruncido (alguien debería proponerle participar alguna vez en una comedia), al margen del espeso maquillaje con el que encarna a J. Edgar septuagenario. En tanto, algo estereotipada aparece la madre (Judy Dench), desdibujada la secretaria fiel (Naomí Watts con un look Olga Zubarry) y bastante exterior el secretario de voz seductora (Armie Hammer).
Referente innegable de un clasicismo que cada vez más esporádicamente aflora en las salas de cine, Eastwood narra sin frenesí y busca del otro lado espectadores adultos: en este sentido, J. Edgar es un producto estimable. Sin embargo, cierto acartonamiento y un aire algo anticuado afectan su respetable propuesta.