Lo que el tiempo se llevó
Melancólica y sedentaria, más confiada en la palabra que en la acción, la película de Eastwood empieza con el logo de la Warner en blanco y negro, un modo de viajar al pasado: al pasado del cine, al cine clásico, pero también al del personaje.
Los primeros tramos de J. Edgar hacen temer que la película de Clint Eastwood pueda ser algo así como El mundo según Hoover. En ellos, el todopoderoso fundador del FBI –que siendo apenas un muchacho, a comienzos de los años ’20, creía imperativo frenar a los inmigrantes centroeuropeos para que no establecieran un soviet en los Estados Unidos– tiene el dominio absoluto de la palabra, da sus razones y fundamenta su credo frente a cámara, sin que nada ni nadie lo cuestione. Pero cuando unas escenas más adelante se lo ve contento como un niño, mostrándole a la chica que le gusta el sistema de fichaje bibliográfico que acaba de descubrir y que piensa aplicar a la investigación sistemática de cada ciudadano (todo ello en una de sus primeras salidas, minutos antes de arrodillarse y ofrecerle casamiento, en la nave principal de la Biblioteca del Congreso), se comprende que nada de lo que el hombre diga o haga tiene demasiada relevancia, por la sencilla razón de que está loco. O poco menos.
Darle la palabra al monstruo no es lo mismo que darle la razón. Por mucho que se lo deje monologar, la puesta en escena sabe cómo relativizar esos monólogos, cómo cuestionarlos y hasta confrontarlos. De un modo tan sutil, claro, que la crítica entre líneas corre el riesgo de pasar inadvertida. J. Edgar es la película de un hombre viejo. Dos hombres viejos, el protagonista y el demiurgo. Por eso es lenta, melancólica y sedentaria, más confiada en la palabra que en la acción. Empieza igual que todas las películas de Clint Eastwood de las últimas décadas: con el logo de la Warner en blanco y negro. Un modo de viajar al pasado. Al pasado del cine, al cine clásico, pero también al del personaje. Eastwood tiene claro (ver entrevista) qué le gustó del guión de Dustin Lance Black: el modo en que se balanceaba entre la juventud de Hoover y su vejez. Movimiento que permite asistir a lo que el realizador llama “el arco de su declinación”. En los flashbacks más lejanos, al J. Edgar de 24 años (Leonardo DiCaprio, que en los fragmentos como viejo debe soportar un maquillaje que lo asemeja al Russell Crowe de Una mente brillante) se lo ve fogoso y paranoico, obsesionado con inmigrantes y anarquistas e influido por la figura de su jefe, el fiscal general Mitchell Palmer, que aparece como maestro de ideas o padre sustituto. Porque padre, en la casa familiar de J. Edgar no hay. Esa casa es pura madre. Una madre que no podía estar encarnada por otra que Judy Dench, que hasta cuando hacía de jefa de Bond daba miedo. “Prefiero un hijo muerto que un hijo maricón”, le avisa la mamá al nene, en cuanto tiene la más leve sospecha. Ni falta que hace: tan rígido física como mentalmente, J. Edgar sabe que la Nación no permitiría que su máximo defensor fuera gay. Y J. Edgar está dedicado, de modo tan implacable como su propia mamá, a defender la Nación de quienes amenazan su integridad: comunistas e inmigrantes primero, gangsters después, homosexuales eventualmente. Mientras tanto defiende la suya propia, manteniendo en el closet su relación de décadas con Clyde Tolson –el hombre al que contrata como agente, nada más que porque le gustó el traje que lleva– y manteniendo en su fichero, por si acaso, una ficha inculpatoria de cada uno de sus posibles enemigos.
Entre los posibles enemigos de Hoover se cuentan –además de los subordinados que podrían hacerle sombra, como una corista del elenco a la primera vedette– todos los presidentes de la Nación. Empezando por Franklin Roosevelt (J. Edgar atesora una grabación en la que Eleanor Roosevelt le confiesa su amor a una periodista), siguiendo por JFK, a quien tiene grabado con una de sus mil amantes, y concluyendo con Richard Nixon, quien a la luz de las recentísimas investigaciones bien podría haber sentido por Hoover, vaya a saber, una mezcla de sentimientos semejante a la de Truman Capote por Gore Vidal. En manos del Eastwood octogenario, la biografía de este hombre de acción es una penumbrosa obra de cámara, donde hasta las escenas de tiros (la ejecución de Alvin Karpis, la de Machine Gun Kelly) están asordinadas. Como si no tuvieran lugar en la realidad. Es que no lo tienen. Aunque con el más puro clasicismo Eastwood evite subrayarlo, toda J. Edgar transcurre en la cabeza del protagonista. En la cabeza y en el closet: si hay encierro en J. Edgar es porque como buen paranoico, J. Edgar le tiene terror al afuera.
La película se permite ingresar en esa intimidad clausurada, descubriendo, entre Hoover y Tolson, momentos encantadores: la escena en la que el dulce Clyde lleva al arisco J. Edgar a la sastrería parece como de Paco Jaumandreu y Ante Garmaz. Cada tanto Hoover asoma la cabeza y sale al balcón. Pero no para mirar al vecino sino a los presidentes que pasan. Que son sus vecinos, en verdad. Al sintético Eastwood le basta confrontar el saludo de Roosevelt con la calculada vista al frente de Nixon para trazar ese “arco de la declinación”. Declinación del poder, pero también, quizás, de una forma de concebirlo que está de lo más vigente.