La película de la semana es, por supuesto, otra, la que dirige Clint Eastwood, cuyas películas son vistas por mucho menos gente que las de Guy Ritchie (ese de las Sherlock Holmes que se hace el canchero). J. Edgar es una gran película sobre John Edgar Hoover, primer director del FBI, que tuvo ese cargo 48 años (más años que los 41 que lleva Eastwood como director de cine). Poder, política y melodrama en la visión sabia de Eastwood. Eastwood se mete con una figura polémica, “controversial” como dicen en inglés, con alguien temido y odiado, incluso temido por los presidentes que fueron pasando mientras él no se movía del FBI. Y, otra vez a repetirse, lo que sigue es un fragmento de una extensa nota sobre Eastwood que publiqué en Ñ la semana pasada:
J. Edgar no es solamente una película sobre el poder, o sobre 50 años fundamentales (1924-1972) del siglo XX en Estados Unidos, es una película sobre la autoconstrucción mítica de un self-made man, como lo era El ciudadano de Orson Welles. De hecho, el detalle más discordante de la película, el del maquillaje de los actores “para hacerlos viejos”, quizás sea un guiño a la película de Welles. Leonardo Di Caprio como Hoover viejo parece Welles como Kane viejo. Y hasta podrían verse en la lealtad de Clyde Tolson (Armie Hammer) ecos de la lealtad de Jedediah Leland (Joseph Cotten) hacia Kane. También como El ciudadano, J. Edgar es una película sobre el estatuto de la verdad. Cómo se construyen historias y la Historia con pequeños desvíos, pequeños egoísmos, pequeñas mentiras fundamentales. También, como en El ciudadano, la estructura temporal de la película marca vaivenes, que también están en los puntos de vista. Experto narrador, Eastwood hace que parezcan naturales, tersas y fluidas sus profundas reflexiones sobre el relato, que también llegan a reflexiones sobre sí mismo y su estatuto como artista americano. Si algunos creían que en El ciudadano una vida se resolvía con la clave de un trineo de la niñez porque esa, la última palabra de un moribundo (soberbia humorada de Welles, que también distraía mientras contaba otra cosa), ante J. Edgar no faltarán quienes vean en uno o dos detalles la clave de la vida de un manipulador y chantajista temible y fascinante como Hoover. Eastwood ve más allá, es más sabio, y puede hacer no solamente una biopic trágica de gran alcance (como la que quiso hacer y solo hizo a medias Oliver Stone en Nixon) sino que además puede releer grandes hechos criminales y, por si fuera poco, hacer una gran película de amor nada feliz.