Te amo, Edgar
Se puede ver a J. Edgar como un retrato de medio siglo de historia estadounidense, con los manejos de poder, la vigilancia y persecución extrema a los que J. Edgar Hoover, director del FBI, consideraba en esos momentos como enemigos internos, infiltrados tratando de destruir la nación norteamericana. Esta visión no estaría equivocada, pero tampoco sería la correcta. En verdad, sería parcial, como quedarse sólo con una parte del film, o tomarlo a mitad de camino.
En realidad, la nueva película de Clint Eastwood son tres historias de amor con Hoover (Leonardo DiCaprio) como eje, todas marcadas por la fidelidad y la lealtad: con su madre (Judi Dench), que se constituye en su pilar ético y moral, incluso en sus fases más íntimas; con su secretaria de toda la vida, Helen Gandy (Naomi Watts), una relación donde impera más el silencio y el profesionalismo que las palabras; y con Clyde Tolson (Armie Hammer), su gran amor de toda la vida.
Muchos cuestionan la perspectiva íntima y humana de un personaje duro y conservador como el de Hoover, como si fuera un acto de cobardía por parte de Eastwood. Pero en realidad, la mirada instaurada es probablemente la más valiente de todas, pues evita conclusiones fáciles, introduciendo los aspectos más problemáticos del personaje a través de una puesta en escena que está lejos de ser sentenciosa a pesar de confiar mucho en los diálogos y monólogos. Esto es trasladado al lazo amoroso entre Hoover y Clyde: la tensión sexual se percibe desde el principio, pero nunca es manifestada explícitamente. Lo que podría ser observado como conservador y pacato, en realidad refleja a la perfección la mentalidad de dos individuos con una formación homofóbica (en especial Hoover) y que nunca podrían alcanzar a expresar físicamente lo que sienten. Acá no sólo hay un mérito por parte del director, sino también por parte del guionista Dustin Lance Black, que pasó de retratar a un personaje liberal en Milk a otro totalmente opuesto.
Con todos sus fallos a cuestas (cierto esquematismo en algunos personajes y problemas de ritmo en determinados tramos), J. Edgar vuelve a ratificar una serie de temáticas que viene atravesando la filmografía de Eastwood en las últimas dos décadas en distintas variables: la verdad y la mentira, el poder de los relatos y mitos, las diversas caras en las personas. Así, tenemos a personajes que lentamente revelan caras ocultas (Los puentes de Madison, Poder absoluto); puntos de vista puestos en crisis (Crimen verdadero); formas de vida arribando a faces terminales (Cartas desde Iwo Jima); individuos mimetizándose con los mitos creados por el entorno (Los imperdonables, Gran Torino); conductas reactualizadas (Jinetes del espacio); la imagen como constructora de discursos (La conquista del honor); protagonistas que superan primeras impresiones (Million dollar baby); las pequeñas historias convirtiéndose en Historia con mayúsculas (Invictus); la progresiva deconstrucción de la mentira hasta arribar a la verdad (El sustituto); el choque de identidades y conductas (Deuda de sangre); el ocultamiento como estilo de vida (Río Místico). Y en realidad esta clasificación, bastante arbitraria y poco flexible, podría extenderse a obras de las décadas anteriores del cineasta, como Cazador blanco, corazón negro, El jinete pálido, Bronco Billy y Obsesión mortal.
El Hoover según Eastwood es un hombre con una particular voracidad por su propio mito, ese en el que deja de ser un mero ser humano para terminar siendo una presencia eterna en tiempo y espacio, que lo ve todo, como si fuera un dios. Si hay algo que prueba J. Edgar es que para que la verdad se tuerza, para que surja la leyenda, se necesita no sólo que los destinatarios crean el mensaje falso, sino también -aunque sea un poco- que lo mismo ocurra con el remitente, con el creador del mensaje.
Eastwood, fiel a su estilo, no hace alardes en la dirección y eso evita que DiCaprio ofrezca la típica actuación oscarizable, sino la que el personaje necesitaba. Pero la mejor performance viene de parte de Hammer, estupendo en su combinación de glamour, histeria seudoadolescente y fidelidad a prueba de balas. Que la Academia haya ignorado completamente este film, a diferencia de, por ejemplo, la excedida Río Místico, vuelve a acreditar que estamos ante una personalidad tan venerada como incomprendida. Clint, republicano pero también abortista, ambientalista y a favor de los derechos gay, emblema del macho pero siempre dedicado a poner en conflicto esa imagen, es a esta altura no sólo una de las figuras cinematográficas más importantes de Estados Unidos, sino además uno de los íconos culturales de Occidente. Su cine es sabiduría en movimiento.