J. Edgar

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

EL CABALLERO DEL CONTROL

Se ha dicho que el último film de Eastwood es su Ciudadano Kane, una referencia demasiado moderna para el autor de Los imperdonables, pero que sí denota la ambición del proyecto.

En su reciente lista de las 10 mejores películas de 2011, el lúcido crítico Jim Hoberman, recientemente despedido del Village Voice, cierra el puesto número 9, que corresponde al filme de Eastwood, diciendo: “…se podría haber llamado Morir como un hombre”, en alusión al filme portugués sobre una drag-queen. Sucede que la magnífica e imperfecta obra de Eastwood, filmada a sus 81 años, más que revelar la compleja historia del FBI y su modernización, devela delicadamente, a pesar de algunos subrayados, una historia secreta de amor homosexual.

El puritanismo anglosajón atraviesa el relato. Desde un inicio, a fines de la década del ’20, J. Edgar Hoover sintoniza con una obsesión nacional: el nacimiento de la doctrina de la seguridad con su constante correlato que postula una amenaza exterior: los comunistas de principios de siglo, los mafiosos del ’30, los radicales del ’60 y ’70. La otredad opera siempre en el imaginario conservador como mugre anárquica e inmoral que corroe los valores intachables y autoevidentes de una nación. Un atentado (fallido) en 1919 contra el Fiscal General será el evento que iluminará a Hoover, un joven abogado que trabajaba entonces para la fiscalía en cuestión y que, según su madre, estaba destinado a recuperar la grandeza familiar. Hoover intuye que se necesitan otros métodos (científicos) de investigación si se pretende combatir la plaga socialista.

A los 26 años Hoover dirigirá el FBI, y al aceptar su cargo, que ocupó hasta su muerte, en 1972, pedirá autonomía del poder político. El reclutamiento y los requisitos para sus detectives explicitan una moral: nada de alcohol, ejercicio físico, lealtad, lo que no impedirá que tome como su mano derecha a Clyde Tolson, más allá de la limitación de su currículum. Ellos vivirán un amor platónico, y la película será de los actores que los interpretan, Di Caprio y Armie Hammer, ambos extraordinarios.

A propósito de una historia del FBI que Hoover escribe mientras discute con sus ayudantes, los recuerdos se convierten en flashbacks y constituyen así el film, quizás demasiado caóticos para representar la trayectoria de un obsesivo del orden, aunque el relato jamás deja de ser clásico. Eastwood, del mismo modo que su criatura estelar respecto de su erotismo, reprime todo exhibicionismo estético. La mayor ostentación formal pasa por un falso raccord: Hoover y Tolson suben a un ascensor siendo viejos y al salir de él se los ve jóvenes, procedimiento que se repite en una visita al hipódromo. El resto es contención y discreción: gestos mínimos, jamás forzados, poca música y suave; ni siquiera frente a la muerte Eastwood cede a su clasicismo: un ida y vuelta repetido y con el tiempo exacto de duración permite ver cómo ve y lo que ve un amante frente al desconsuelo de ver al ser amado tendido en el suelo, al lado de su cama. Velozmente Eastwood dejará ese plano y contraplano precisos y concluirá la escena con un plano general en picado para ver (no del todo) al amante reclinado sobre el otro. La gracia de Eastwood aquí pasa por cómo filma las relaciones, lo que está entre un sujeto y otro.

El liberalismo heterodoxo de Eastwood se apoya convenientemente más en la historia de amor que en el ineludible texto político. El secuestro del hijo del aviador Lindbergh y su resolución, el confuso asesinato de Kennedy, el cinismo de Nixon ocupan varios pasajes del filme, como también el encono (no del todo racista, a pesar de la evidencia) de Hoover contra Martin Luther King. La caza de brujas contra el Hollywood rojo de la década del ’50 y el Programa de Contrainteligencia de una década más tarde dirigido contra los grupos disidentes permanecen en un total fuera de campo.

La máxima tentación de Eastwood es psicologizar en demasía a Hoover. Su madre, una verdadera arpía de antología, tan fálica como castradora, es la fuerza directriz de la economía libidinal de Hoover. Tal vez el caballero del orden tuvo la suerte de que una obsesión privada sellada en el alma por la observancia materna coincidió con la necesidad pública de garantizar el orden y la seguridad social. La vida de J. Edgar, el hombre detrás del héroe del FBI (y de las historietas y el cine), puede ser un ejemplo más que confirma la sugestiva hipótesis de que la insatisfacción y la represión sexuales estimulan la pasión por la vigilancia y el castigo.