Hay dos directores de renombre y trayectoria sobre los que se ha vuelto particularmente problemático escribir desde la irrupción del movimiento #MeToo. Uno es Woody Allen, sobre quien pesan varias denuncias de su hija por abuso sexual y ahora es casi un paria para sus otrora fanáticos (basta con leer los comentarios en aquellas notas que reseñaron su autobiografía). El otro es Roman Polanski, condenado por una violación a una menor en 1977 y desde entonces exiliado fuera de Estados Unidos. Un delito que, sin embargo, no impidió que se alzara con una Palma de Oro y hasta con un Oscar a Mejor Director por El pianista, hace menos de veinte años.
Boicoteada en su estreno en Francia y reconocida –no sin polémica- con el Gran Premio del Jurado en el último Festival de Venecia, J'accuse debe su nombre a una famosa carta abierta escrita por el intelectual Émile Zola publicada en el periódico L'Aurore en 1898. Texto modélico de la argumentación escrita, allí denunciaba lo ocurrido con capitán Alfred Dreyfus, un militar de origen judío acusado de espionaje y condenado a prisión en una remota isla de la Guyana Francesa. Fue un hecho que conmocionó a la opinión pública de entonces pero que, con el correr de los años, cuando se comprobó que Dreyfus era inocente y todo se había tratado de una maniobra jurídico-política con una fuerte impronta antisemita, adquirió una significación opuesta.
Que la última película de Polanski aborde uno de los hechos de manipulación más bochornos de la historia moderna de Francia, uno de los puntos más bajos de la Justicia gala, no hace más que habilitar un potencial paralelismo entre sus circunstancias personales y la del relato. Es, pues, un nuevo capítulo en la eterna discusión sobre si es posible separar la obra del artista. ¿Acaso Polanski encuentra en Dreyfus un alter ego histórico? ¿Es el director víctima de una persecución? La película, ambigua, atrapante, tensa e incómoda, no otorga respuestas definitivas.
Lo cierto es que, lejos de las ínfulas teatrales de sus últimas películas, J'accuse opera como un alegato político con formato de thriller de espías narrado con un tono seco y distante. Es también una durísima toma de posición sobre el poder de los medios a la hora de moldear ese elemento inaprensible llamado opinión pública, además de sobre el creciente antisemitismo que sobrevuela Europa a raíz del surgimiento de varios movimientos nacionalistas.
La acción comienza inmediatamente después de la condena a Dreyfus, cuando Georges Picquart (Jean Dujardin, de El artista) asume el liderazgo de la unidad de inteligencia que descubrió al espía. El problema es que con el capitán encarcelado el tráfico de información no se detuvo, abriendo sospechas que quizás la filtración no haya provenido de quien todos pensaban. El inicio de una investigación llevará a Picquart a descubrir que nadie está demasiado preocupado porque se conozca la verdad, que todos se contentan con que alguien esté pagando las culpas para tranquilizar a la sociedad.
Polanski narra la toma de conciencia de Picquart y su lucha contra todo y todos con un pulso nervioso, evitando los regodeos visuales del cine de qualité de época y vaciando a sus personajes de cualquier atisbo de emocionalidad. Porque Picquart persigue la verdad no por altruismo sino porque es un tipo gris y burócrata que concibe la mentira como un elemento contrario al aceitado funcionamiento de la maquinaria. No le hubiera venido mal algo de más de espesura a este hombre atrapado por momentos entre la espada y la pared, un matiz ante la certeza de la manipulación de sus superiores, aunque también es cierto que esto atentaría contra un film que apunta más a la cabeza que al corazón.