MAESTRO DE LA AMBIGÜEDAD
A juzgar por el ruido (innecesario) que generó la última película de Roman Polanski, J’accuse (reflotando un viejo proyecto que el realizador polaco tenía), dentro de la maraña de argumentos tirados al viento, las únicas certezas, más allá de la película, son los gestos de cancelación y las tentaciones. Sobre lo primero no gasto una palabra. Sí en cambio me resulta interesante lo segundo, confirmado en varias reseñas que he leído, un movimiento bifurcado que propone asociar, por un lado, vida y obra, reduciendo lo que se ve en pantalla a cuestiones biográficas del director, o, por otro, cediendo al encanto de la cita de autoridad académica con conceptos provenientes de las ciencias sociales. Ambas son tentaciones irresistibles, sin embargo, parecen desechar que una ficción cinematográfica abre abismos insondables que pueden leerse más allá de su autor. En las películas de Polanski, el abordaje de ciertos temas está acompañado de un punto de vista que, si no se enriquece por su ambigüedad, al menos ofrece siempre más de una explicación. Y esta no es la excepción.
El affair Dreyfus ha sido llevado al cine en varias oportunidades y es uno de los episodios vergonzosos de Francia, un caso de falsa acusación sostenida por móviles antisemitas. Allí están las fuentes bibliográficas para investigar los hechos. Lo que hace Polanski es tomar distancia del discurso histórico y enmarcar el asunto en un relato con marcas genéricas (thriller de espías) para enfatizar aspectos más ligados a nuestra naturaleza dual. La primera secuencia es magistral y da cuenta de la condición de espectáculo que disfraza cualquier acto político que se jacte de verdadero. Inicialmente irrumpe el escenario vacío y en cuestión de segundos, Dreyfus es despojado de su cargo y acusado de traidor ante una multitud. Polanski guarda distancia y coloca la cámara desde la perspectiva del pueblo, allí empieza todo, desde una mirada que se mezcla con la masa de gente enardecida, lo cual enriquece el punto de vista. En un momento determinado se escuchan las palabras “Judío, traidor, escoria”. A quienes les encanta ejercer el espionaje crítico y se escudan en los escándalos del director para refugiarse en conexiones biográficas rudimentarias o anular los méritos estéticos de la película, tal vez se les escape una clave: toda la filmografía de Polanski ha reescrito esas tres palabras a través de un juego de humillaciones, de relevos de poder, donde nunca nada es definitivo, y donde víctimas y victimarios pueden intercambiar los roles de la noche a la mañana. Ni siquiera El pianista (la máxima tentación para acudir a la lectura autobiográfica) se planta en una mirada uniforme con respecto al protagonista. El bien y el mal son conceptos totalmente permeables y metafísicos, sobre todo el mal. Es interesante reparar en lo anterior, la fantasía de un atormentado donde el arte cinematográfico es el dominio a través del cual exorcizar los horrores de la humillación, pero siempre con un gesto de elegante insidia, de perversidad solapada, de rica ambigüedad.
En este sentido, el personaje de Picquart es más jugoso que el propio Dreyfus. Y hasta más humano. Allí donde todo el mundo esperaría una reivindicación del principal damnificado, Polanski focaliza el punto de vista en el comandante interpretado por Jean Dujardin, un verdugo aparente que forma parte de la máquina injusta de la Corte Marcial, pero conforme avance la historia tendrá motivos suficientes para develar una trama secreta cuyo móvil es la injusticia. Lo interesante es que sus acciones no están marcadas porque se arrepienta de ser antisemita (allí se ve un flashback en el que se lo aclara al propio Dreyfus cuando este le reclama una baja nota en la Escuela de Guerra). Lejos de ser el héroe que se inmole y pase a la gloria, es un tipo que busca la verdad y evita la injusticia aún si afecta a quienes no le simpatizan (una actitud similar al protagonista de La mula, de Clint Eastwood, quien dudará en decir nigger por corrección política, pero que en un segundo es capaz de ayudar a un negro varado en medio de la ruta con su auto). A fin de cuentas, la conducta y el derrotero de Picquart es mucho más interesante que la del propio Dreyfus, quien, más allá de la verdad, reclama que le devuelvan su cargo militar (en una pose arrogante maravillosamente encarnada por Louis Garrel).
Punto aparte lo constituye la inclusión de Emmanuel Seigner en el rol de la amante de Picquart, con su mirada luciferina, pero asumiendo un papel activo en este teatro de máscaras, capaz de enfrentar a la extorsión propulsada por su ex marido.
El ritmo es moroso, pero no perjudicial. La película se degusta como un buen vino, con la paciencia necesaria para que progresivamente esas aristas oscuras se cuelen en la luz de planos que demuestran oficio (y al que reniegue de esta palabra que Dios o el Diablo lo ayude, ya que estamos con el bien y el mal). Confirmando la tendencia a la circularidad, un rasgo predilecto del polaco, los dos encuentros significativos entre los personajes principales son pequeñas obras maestras (la forma en que se presentan y la información que aportan en uno y otro momento recuerdan a La muerte y la doncella), del mismo modo que la pictórica reconstrucción de ambientes engalana (siempre con un dejo de perversidad) la realidad trasplantada a la pantalla. De modo tal que la visión de Polanski es la de un cronista con una profunda visión humana. Y lo hace de un modo que muchos criticaron como académico, lo cual es una pavada. El estilo es más bien clásico, donde todo se vuelve nítido gracias a la transparencia, la puesta en escena invisible propia de un cineasta que no tiene nada que demostrar.
J’accuse, más allá de su trasfondo histórico, habla de la inocencia traicionada en un mundo en el que la conducta humana está regida por los prejuicios. Pero es también un estudio sobre la casualidad (siempre está esa constante en la que un personaje aparece y cambia la vida de otro). En este sentido, posee elementos de la filosofía budista: las casualidades, la no permanencia, la rueda que gira, “todo es vanidad”. Todos los males de la vida son el resultado de las pequeñas pero trascendentes coincidencias que conforman nuestro destino.