El film está repleto de referencias localistas y chistes de dudoso gusto
Una película escrita, producida y protagonizada por Adam Sandler puede ser un exceso para algunos. A quienes el humor del comediante norteamericano no les resulte gracioso huirán despavoridos ante la noticia de que en Jack y Jill Sandler redobla la apuesta y, siguiendo las enseñanzas de Eddie Murphy -otro comediante que divide al público-, interpreta a los dos personajes del título. Por un lado está Jack, un exitoso director publicitario, casado y padre de dos hijos que vive muy bien en Los Angeles. Por el otro, su hermana gemela Jill, una poco agraciada -obvio, es Sandler disfrazado de mujer- solterona que siempre se las arregla para decir las cosas más molestas y que parece vivir más como una anciana que como una persona de cuarenta y dos años. Empeñada en pasar más tiempo con su hermano, Jill dejará su Bronx natal para pasar las fiestas en la soleada Los Angeles, para profunda molestia de Jack, que está preocupado por el futuro de su negocio. Si no convence a Al Pacino de hacer una publicidad de capuccinos perderá a su mejor cliente.
Si hubo películas en las que Sandler combinó su tempo para la comedia con una aguda observación de algunos aspectos de la sociedad norteamericana, aquí perdió el equilibrio y no logra compensar un puñado de buenos remates humorísticos con una gran cantidad de escenas de ridículas a vergonzosas. El objeto de la burla es esa mujer que el propio Sandler interpreta con gestos que toma prestados de sus personajes anteriores. El ceceo de Jill es un elemento que la hace supuestamente más insoportable y digna de lástima, mientras que en El aguador le agregaba cierta ternura al zonzo que interpretaba Sandler.
Entre chistes de dudoso gusto y cierto coqueteo con la xenofobia que justifica poniendo todas las frases racistas en boca del reconocido humorista mexicano Eugenio Derbez, aparece Al Pacino, jugando a ser una versión chiflada de sí mismo. Burlándose de su trabajo en teatro interpretando a Shakespeare, citando clásicos parlamentos de El padrino II y Caracortada, el actor le prende fuego a su leyenda. Y resulta el punto más divertido y sorprendente -especialmente en la escena en la cancha de básquet- de una película que se apoya demasiado en referencias a la cultura popular norteamericana, un exceso de localismo que deja a mucho público afuera.