La mayoría de quienes integran el equipo de Jackass delante y detrás de cámara (aunque por la propia dinámica de la propuesta casi no hay límites entre uno y otro lado) eran unos veinteañeros cuando todo arrancó allá en el 2000 en la por entonces influyente cadena MTV. Hoy, todos están muy cerca de (o incluso ya han pasado) los 50 años. Es pertinente que los detractores de esta acumulación de bromas pesadas, pruebas de riesgo y ostentaciones de penes en primer plano les (y nos) pregunten: ¿No les da vergüenza a estos grandulones que se hacen los eternos adolescentes seguir haciendo lo mismo después de más de dos décadas?
Y, quienes creemos que estamos frente a una forma de arte cómico, de provocación frente a los prejuicios y de celebración de la camaradería masculina absolutamente genuina, podemos contestarles que no, que no les tiene que dar vergüenza, que la hora y media de gags con abejas y osos, con arañas y víboras, con toros y escorpiones, con enanos y obesos, con habitaciones oscuras y cámaras ocultas, sigue siendo de los mejores exponentes del slapstick en el cine. Ahí está como ejemplo la secuencia inicial con el ataque de una suerte de Godzilla a una Manhattan en miniatura que en verdad es... el pene de Chris Pontius.
Por supuesto, hay en Jackass por siempre reflexiones sobre el paso del tiempo, referencias a las viejas películas y cuestiones ligadas a la corrección política (sobre todo cuando participa Rachel Wolfson, la primera y única mujer del grupo, y le piden su “consentimiento”), pero en esencia sigue siendo la misma propuesta de siempre: testosterónica, disruptiva y si se quiere anacrónica. La exaltación de la broma pesada, del espíritu lúdico, del morbo, de la inmadurez, de ese costado infantil que todos tenemos y de la risa cantogiosa. ¿Masculinidad tóxica, homoerotismo reprimido, reivindicación de la white trash? Los ensayos intelectuales se los dejamos a otros.
Porque la saga de Jackass, con sus pitos picados, apretados y golpeados, sus cuerpos electrocutados, sus vómitos, su mierda, sus cámaras ocultas, sus explosiones, su violencia de dibujo animados a-la-Tex Avery y sus cameos de famosos (en este caso, desde Eric André hasta Machine Gun Kelly, pasando por Tyler, the Creator) es una experiencia catártica y liberadora, una reivindicación del mal gusto y la inmadurez en tiempos en que todo es políticamente correcto, controlado, pulcro y bienpensante. El lujo es vulgaridad, cantaba el Indio Solari en Un poco de amor francés. En el universo de Jeff Tremaine, Johnny Knoxville y compañía... la vulgaridad es un lujo. Y el resultado es tan hilarante como decididamente contracultural.