Diez años pasaron de la última BOURNE hecha por el combo creativo de Paul Greengrass, Matt Damon y Christopher Rouse, el premiado editor de las dos últimas y que ahora se suma como coguionista. Mucho ha cambiado en el mundo en esta década y la película, de un modo lateral, reconoce esos cambios como centrales: el espionaje cibernético internacional y la capacidad de acceder a los datos de cualquier persona en cualquier lugar del mundo utilizando muchas veces a las empresas de redes sociales como “colaboradores” son parte importante de la trama. Pero, en el fondo, hay algo que no ha cambiado demasiado: la propia idea de qué es lo que constituye una “película de Bourne”. Y esa contradicción es la que hace que JASON BOURNE sea una película, a la vez, admirable desde algunos puntos de vista, pero repetitiva y hasta “gastada” en otros.
Lo que a principios de siglo fue un cambio importante en la forma de filmar escenas de acción –pura kinesis, impacto brutal, tensión permanente y montaje como preciso rompecabezas, una versión “americanizada” del estilo patentado en Hong Kong en los ’90– hoy ya no es novedad: lo vemos hasta en los avisos televisivos. Sin embargo, Greengrass y Rouse siguen combinando escenas con la misma lógica: largas secuencias de persecuciones y brutales peleas se combinan con el ya clásico “talk and run” en el que personas se escapan o persiguen mientras están comunicados con otros en ultramodernas oficinas o en sus laptops. Y cada escena, por separado, está muy bien resuelta, al punto que uno piensa que Rouse puede editarlas con los ojos cerrados y poniendo random en su programa de edición y de todos modos quedarían bien. El problema es que siguen siendo muy parecidas a las anteriores. Y ya perdieron esa frescura.
JASON BOURNE arranca mostrándonos a nuestro antihéroe favorito ya con buena parte de su memoria recuperada y dedicándose ahora –todo un clásico del cine para mostrar a gente navegando zonas turbias de sus vidas– a ganarse la vida en peleas callejeras en lugares tales como Grecia, Albania o Serbia. Si tu protagonista llega a pelear en un basurero lleno de barbudos transpirados poniendo plata a manos de un tatuado luchador serbio es la forma que el cine de Hollywood tiene de decirte que está en las últimas. Pero Bourne es rescatado de esa zona cuando su vieja compañera Nicky Parsons (Julia Stiles), que hoy se dedica a hackear sistemas de seguridad, descubre otros secretos sobre el pasado de Jason, unos ligados a su padre y a los inicios del progrma Treadstone al que él pertenece o perteneció.
Todo esto lleva a un intento de encuentro entre ambos y a la decisión del director de la CIA, Robert Dewey (un Tommy Lee Jones que a veces da enojado y a veces aburrido) de recapturar a Bourne en pleno Atenas. Dewey cuenta, en sus oficinas, con la “ayuda” de la especialista en sistemas Heather Lee (Alicia Vikander, siempre con cara de estar buscando las llaves sin poder encontrarlas) y, en el campo, con la presencia del llamado “Asset” (Vincent Cassel, en plan eurotrash post-crisis económica) que tiene cuentas pendientes con Jason. Lo que da pie a la primera larga escena de acción del filme.
Las piezas se irán juntando, pero a Greengrass parece interesarle más seguir con el trauma familiar y personal de Bourne que hablar de los problemas reales del espionaje online, que se reserva a una subtrama liderada por un gurú de la tecnología, Aaron Kalloor (Riz Ahmed, el protagonista de la excelente miniserie THE NIGHT OF). Y en su clásica, intensa pero seca y casi silenciosa personificación del protagonista, Matt Damon transmite la tensión necesaria para llevar adelante la narración, pero ya con una menor carga de perturbación amnésica.
Un crítico decía, de manera extraordinaria, que es una película en la que todos los protagonistas pertenecen a la misma organización (la CIA, en este caso) y que esta saga debería ser resuelta por el departamente de Recursos Humanos de la compañía. Y algo de eso hay: a la saga parece interesarle más sus propios nudos gordianos que el mundo potencialmente explosivo que circula por afuera, por más que se mencione a Snowden un par de veces. De todos modos, y en comparación con la gran mayoría del cine de acción que se viene estrenando, JASON BOURNE se destaca por su claridad narrativa, su propulsión formal y la falta de momentos que dan un poco de verguenza ajena. Greengrass va aquí por todo lo contrario. Acaso temeroso del ridículo, apuesta a lo seguro: hacer una variación de las películas anteriores, sin cambiar la esencia.
La larga y destructiva secuencia en Las Vegas y la intrigante vuelta de tuerca del final levantan un poco la puntería del filme en su última parte, abriendo las puertas a otra/s secuela/s. La serie da para más, eso es innegable, pero tal vez Greengrass, Rouse y Damon deberían plantearse la próxima vez otras maneras –visuales, temáticas, narrativas– de continuar la historia. JASON BOURNE es casi un Grandes Exitos de una banda que sigue tocando muy bien y se conoce los temas de memoria pero que, evidentemente, está ya con necesidad de darle un giro a su sonido característico…