El anti-todo.
Jason Bourne, desde lo formal, se asemeja a un corazón zarpado de gira, pasado de anfetamina. “¡La felicidad no me alcanza, exijo euforia!”, decía Calvin en una tira de Calvin y Hobbes del enorme Bill Watterson; y a esta quinta entrega de la saga, tal vez un poco como a la mejor película del 2015, Mad Max: Furia en el Camino, la felicidad (las decisiones del héroe) no le alcanza, exige euforia, intensidad, descontrol. Los planos de los primeros cuarenta minutos de la película van cambiando a cada segundo (o menos), acompañados de un movimiento de cámara frenético que ya había utilizado Greengrass en La Supremacía de Bourne y en Bourne: El Ultimátum, pero sin extenderlos tanto como en ésta. Ese yeite para las escenas de acción aporta la euforia que busca el director y que buscan también muchos espectadores. Por suerte, a pesar de la edición cocainómana y la extensión ad infinitum de las escenas de persecuciones, lo que vemos en pantalla se entiende, y las peleas tal vez sean de las mejores del cine de acción contemporáneo, al menos si pensamos en las peleas cuerpo a cuerpo desde el verosímil que se propone según la lógica de muchos thrillers. Lo mejor de Jason Bourne es que logra unir la sofisticación de la técnica con una trama que logra interesar desde lo narrativo, desde el suspenso, algo que no suelen lograr los tanques actuales diseñados para la horda de nerds consumistas/ fetichistas.
En cuanto a lo ideológico, hay una diferencia notable si la comparamos con la mencionada Mad Max: Furia en el Camino (recordemos que la comparación surge a partir de que ambas buscan, además de la acción, la intensidad), y es que no hay acá una historia de liberación a través de la utilización de la violencia, sino un héroe que -como en aquella- también escapa de su pasado pero con la moral del anti-todo (esa posición fácil del rebelde, en contraposición al revolucionario y su pro-causa) en un thriller que, a diferencia de lo que propone su cáscara, es más paranoico-conspirativo que político, al revés de lo que sucedía en Mad Max: Furia en el Camino, una película mucho más política y subversiva que lo que anunciaba su envase. En una escena, Jason Bourne se encuentra con un hacker que le dice que ambos luchan contra el poder de las instituciones corruptas, a lo que el héroe contesta que él no está de su lado. Porque Bourne no está en contra de la CIA ni del statu quo, de hecho hasta piensa en volver a formar parte de la agencia; Bourne está en contra de los tipos malos (el villano acá es una cara arrugada y fenomenal de Tommy Lee Jones). La idea que sobrevuela es que las instituciones fallan por las malas semillas; no hay en Jason Bourne un cuestionamiento a los servicios de inteligencia sino una infantil crítica maniqueísta desde el individualismo más rancio. Bourne, además de rebelde, es un pobre pibe que perdió a papá (que era bueno, eh, que quede claro, porque como dice el más acrítico sentido común: hay vigilantes buenos y vigilantes malos) y que fue un asesino despiadado no por convicción sino por la persuasión de los malvados. Bourne, por todo ello, es el máximo exponente del anti-todo inmaculado, en un thriller filopolítico articulado desde la antipolítica.