En un punto, Jason Bourne (Matt Damon) se convirtió en el espía ideal post 11/9. El cine moderno necesitaba más de sus aventuras que las del 007, una historia más violenta, cruda y con villanos más reales que los que ostenta la creación de Ian Fleming.
“Bourne: El Ultimátum” (The Bourne Ultimatum, 2007) fue la última entrega protagonizada por el desmemoriado agente de la CIA, pero Damon y el director Paul Greengrass decidieron volver a las andadas, tal vez, para darle un final definitivo a esta saga de súper acción. Esto del punto final está por verse, ya que si los números acompañan, Jason podría seguir haciendo de las suyas, aunque ya no haya tanta historia para contar.
Ahí reside el gran problema de “Jason Bourne” (2016) que, en cuanto a su trama, se encuentra a años luz de aquella primera e intrincada película –“Identidad Desconocida” (The Bourne Identity, 2002)- donde empezábamos a descubrir la punta del iceberg y todos los chanchullos del gobierno yanqui y su “programa” Treadstone.
Los súpersoldados parecen haber quedado en el pasado, pero Bourne no puede soltar, al menos sus malos recuerdos. Pronto vuelve a la cacería, cuando Nicky Parsons (Julia Stiles) lo contacta y le pasa información sobre la creación del proyecto que le dio vida y la estrecha relación que esto tenía con su padre Richard Webb.
No olvidemos que el verdadero nombre de Jason es David Webb y que fue un voluntarioso espécimen para Treadstone. Ahora, alejado del mundo, se dedica a ganarse la vida peleando a puño limpio y a no levantar la perdiz para llamar la atención de la CIA que, crease o no, todavía lo sigue buscando.
El nuevo objetivo de Bourne resulta ser Robert Dewey (Tommy Lee Jones), director de la Agencia de Inteligencia, y uno de sus más fieles agentes interpretado por Vincent Cassel. En la vereda de enfrente se encuentra Heather Lee (Alicia Vikander), la joven y entusiasma operativa, capaz de encontrar la aguja en el pajar, cuya alternativa es sumar a Jason de vuelta a las filas en vez de eliminarlo por completo.
Este es el hilo conductor de la nueva entrega de la franquicia, y no esperen mucho más. La vuelta de la dupla Damon-Greengrass es sencilla y concisa, aunque se guarda algunos giros bajo la manga.
Obviamente, el nuevo programa (en cuestión) de la CIA tiene que ver con la supervigilancia, y así el personaje creado por Robert Ludlum se cuela en temas más actuales como Snowden y las redes “libres” de interferencias gubernamentales.
Greengrass aprovecha a insertar a su personaje en medio de trifulcas sociopolíticas, monopolios tecnológicos y encubrimientos del gobierno, lo pasea por el mundo desde Grecia hasta Las Vegas, y despliega todo lo que sabe en materia de acción, persecuciones y peleas cuerpo a cuerpo.
Es Jason Bourne en un 100%, pero esto ya no nos alcanza para llenar dos horas de película. En medio de este tour internacional llega el tedio, y la resolución del tercer acto no aporta tanto como uno quisiera.
Lo mejor sigue siendo Damon, aunque acá parece más un fantasma. Un actor secundario que llega cuando la trama más lo necesita, aunque su escueta participación nos deja un gustito a poco. Alicia Vikander le da una nueva perspectiva a este asunto, y Jones se pone en la piel del “villano” que defiende los intereses del país que ya tanto conocemos y no sorprende a nadie. En definitiva, “Jason Bourne” es para el amante de la acción sin respiro, pero no le pidan las sutilezas y entramados narrativos de las primeras entregas. Esta vez sólo quedan las piñas y patadas, el espionaje se lo dejamos para James Bond.