Los villanos pasan, la amnesia queda. Ese sería el leitmotiv de la franquicia Bourne, que en su quinto episodio busca revivir la magia mediante el reencuentro de su actor fetiche con el director que maniobró los capítulos dos y tres. Matt Damon hizo suyo al personaje; pese a su formación en la CIA y a su relieve torvo, brutal (un tipo morrudo, con habilidad para las artes marciales y para caer de escaleras usando a otro como colchón), Bourne tiene debilidad por los justos y su eterna búsqueda de identidad lo vuelve un paria. Por su parte, Paul Greengrass se inició filmando docudramas sobre el asesinato de civiles en Irlanda del Norte y crímenes raciales en Londres. Greengrass filma con precisión, la acción se siente real y no existe el pixelado al 90% del cine digital contemporáneo. Sin embargo, la narración se percibe trillada. Tommy Lee Jones baja su potencial para encarnar a Robert Dewey, el director de la CIA. La caza en cadena pasa de Atenas a Berlín, de Londres a Las Vegas. Es todo implacable, cierto, pero nada es creíble. A casi quince años de The Bourne Identity, el mundo es algo peor, y no hay casi distinción entre héroes y villanos.