Secuela innecesaria.
La trilogía Bourne, quizás una de las mejores sagas de acción de la historia del cine, no necesitaba una cuarta parte, al menos a nivel narrativo. La tercera entrega ya se había encargado de cerrar la historia del amnésico agente de inteligencia con gran precisión y sin dejar interrogantes, pero en el cine son pocas las sagas exitosas que logran escaparle a la ambición desmedida. Jason Bourne no ha sido la excepción y, aunque parezca increíble, este último capítulo es fácilmente olvidable.
El regreso de Jason Bourne a la escena es a través de un gancho narrativo forzado, que pone en evidencia la falta de motivación genuina de la continuación. Vincent Casell y Tommy Lee Jones están muy bien en sus papeles (aunque Casell no tenga grandes desafíos) pero no alcanzan para salvar la experiencia. Amén de una secuencia de combate cuerpo a cuerpo muy bien lograda cerca del final, no hay mucho más que recordar dentro del filme, que apenas termina siendo un refrito de escenas ya vistas en entregas previas; una recopilación carente de toda inspiración, en el mejor de los casos, donde se nota la falta de pasión de su director.
La gran pregunta que uno debe hacerse es para qué volvió Jason Bourne, y luego de 120 minutos ese interrogante no encuentra una respuesta convincente. Volvió para pelearse, dispararse y manejar a grandes velocidades sin motivos verosímiles. Volvió, en definitiva, porque es un buen negocio y no mucho más que eso. Este es un capítulo prescindible de una saga imprescindible.