Llegamos a la quinta entrega de una saga a la cual ya se le nota el desgaste y que en esta oportunidad se contradijo en una de sus máximas premisas: el no imitar a James Bond.
Porque si había una cosa que se destacaba mucho de esta franquicia era que pese a su espectacularidad visual no había cruzado de forma grosera el límite de la verosimilitud y en este estreno si lo hacen y mucho en la secuencia final. Cosa que no está mal porque es muy cinematográfica pero traiciona un poco el espíritu del personaje.
Otra cosa que no me terminó de cerrar es lo repetitivo de la historia con las dos primeras películas (sobre todo la primera) porque Bourne vuelve a buscar pistas sobre su identidad y su pasado. Le juega en contra porque puede aburrir un poco.
La película se salva por la magnífica entrega de Matt Damon quien demuestra estar a la altura habiendo pasado casi diez años de la última vez que se puso en la piel del espía. Sin embargo no llego muy bien a entender por qué lo hizo dado a que su trilogía había quedado bien así y la entrega anterior (protagonizada por Jeremy Rener) daba para extenderse.
Otro que vuelve es el director Paul Greengrass, quien viene de hacer Capitán Phillips (2013) y aquí otra vez hace alarde de su gran manejo en secuencias tensionantes, muchas de ellas con cámara en mano.
Pero no logra tapar los problemas de este estreno: la repetición de la historia y el desgaste de la franquicia.
Jason Bourne da sensación de cansancio, tanta que se transmite al espectador pese a sus muy logradas escenas de acción.