Un breve texto inaugura Jauja (2014), la quinta película de Lisandro Alonso. Algunas pocas palabras que anticipan ligeramente la historia, pero que sobre todo refuerzan, por lo que esas palabras sugieren, el proyecto estético que su director sostiene con absoluta convicción desde La libertad (2001), su primer largometraje. El breve texto alude al mito de Jauja, una enigmática terra incógnita, promesa de felicidad y abundancia, perseguida por exploradores que tras su búsqueda desaparecían sin dejar rastro. La leyenda interesa porque señala la importancia narrativa del viaje, fundamento de una cinematografía signada por la búsqueda permanente de una experiencia única que revele el sentido profundo de la existencia.
“Siempre me fijo en los lugares que quiero filmar, antes que en la historia”, explicó alguna vez Alonso. Porque es allí, en zonas desconocidas y alejadas de cualquier referencia familiar, donde el director lanza a sus personajes para que se desplacen insomnes, desesperadamente resignados, pero conscientes de que su destino no puede ser otro más que continuar buscando, hasta las últimas consecuencias, posibles respuestas a una sola y simple pregunta, sobrentendida en sus films anteriores y que Jauja no hace sino actualizar abiertamente: “¿Qué es lo que hace que la vida funcione y siga adelante?”.
Esta vez, sin embargo, Alonso sitúa su historia allá lejos y hace tiempo: a fines del siglo XIX, durante la Campaña del desierto, en la Patagonia. Acaso poco importe el escenario donde suceden los acontecimientos. Así como tampoco importa demasiado que el protagonista sea un ingeniero danés (Viggo Mortensen) que presta sus servicios al ejército argentino, y no un inglés, tal cual debería ser, de acuerdo a las disposiciones del registro testimonial. Porque Alonso escapa con acierto de cualquier preceptiva que condicione la mirada del espectador hacia una definición previa y circunstancial. Porque Alonso formula siempre preguntas. Y lo hace a través del despliegue de una trama sencilla, elemental: la hija adolescente del ingeniero, única mujer del campamento, se escapa durante una noche con su amante. Cuando él se entera, emprende atormentado su marcha a caballo, persiguiendo las huellas de su hija a través del inconmensurable desierto, paisaje ideal para el desarrollo alucinado de su viaje incierto.
Es posible que Jauja sea la mejor película de Alonso (La libertad, 2001; Los muertos, 2004; Fantasma, 2006; Liverpool, 2008). Ciertamente constituye su producción más significativa. El guion–que comparte autoría con el escritor Fabián Casas- sobresale por su mayor dimensión narrativa; sus diálogos, más abundantes en relación a su filmografía previa, resultan precisos, elocuentes, lo suficientemente estilizados. La película, de todas formas, conquista su significación en otra instancia: en las escenas donde la palabra, paradójicamente, desaparece. “Confieso que si fuera por mí, en la película no hablaría nadie, porque no confío en las palabras. Cada vez que los protagonistas hablan, siento que rompen el cuadro”, reconoció alguna otra vez Alonso.
No hacen falta las palabras, entonces. La notable composición de cada una de las imágenes de Jauja alcanza para provocar una experiencia estética excepcional, quizás inolvidable por su vasta proyección poética.