Jauja

Crítica de Vivi Vallejos - CineFreaks

La tarea imposible

Es de noche. En el plano, un cielo estrellado costea la figura del coronel Gunnar Dinesen (Viggo Mortensen), tirado en el suelo rocoso del desierto. El militar trae un soldado de juguete en la mano y dice en danés algo así como "mi niña". Recorrió kilómetros a pie, está cansado y perdido, pero no renuncia a la búsqueda. Se duerme, aunque no deja de apretar con el puño al soldadito. Tal vez sueñe con la niña perdida. Esta escena dice todo sobre Jauja y se fija en la memoria por su magnetismo pictórico y su fuerza interpretativa -¡qué enorme actor es Mortensen!, vale la pena decirlo así, con énfasis, por si alguien sigue sin percatarse-.

No es necesario contar el cuento. No hace falta decir que transcurre en la Patagonia -aunque fue filmada en Dinamarca-, en los tiempos de exterminio de los pueblos originarios por parte de varios gobiernos locales, entre ellos el de Julio Roca, y aludido en los libros de historia como la Conquista del desierto -aquí se cuelan referencias a la civilización y barbarie sarmientina-. Allí, donde el desierto se come todo, como dice otro personaje, el aristócrata, el afrancesado de la clase dominante (Esteban Bigliardi), vive el coronel con su hija Ingebord (Viilbjørk Malling Agger, esa niña rubia, con rasgos parecidos a algunos personajes de Carl Dreyer, como la bruja joven de Dies Irae), momentáneamente y por trabajo, para explotar las tierras conquistadas. En el campamento conviven con un teniente, un soldado y un peón. Ingebord, única mujer en la zona, despierta el deseo de unos y otros, pero también a causa del deseo, el propio, en este caso, se escapa del padre. Todo este relato nunca es relevante, porque la película de Lisandro Alonso -como sus trabajos previos- va por otro lado: el rango y la autoridad de la imagen.

Los planos largos y fijos, como registros de la temporalidad, los poquísimos personajes que entran y salen de sus bordes, mientras hacen sus tareas ordinarias. En Jauja los actores despliegan sus acciones sin interrupción, sin el corte; el proceso de la actuación está a la vista. Además, los paneos lentos muestran a ese otro personaje, el desierto, que amerita ser escrito con mayúscula: Desierto. Tan salvaje, al que se enfrentan todos -excepto los nativos, únicos que parecen acertar sus modos-, pero sobre todo Dinesen, confundido y fuera de zona. No es posible domesticar esta naturaleza. Siempre imponente, se escapa al control de los hombres, así que no queda más que resistir, como en la selva de los cuentos de Quiroga.

Hay algo más del cine de Dreyer en Jauja, que no se vincula precisamente por el ritmo de alguna de sus películas, como Ordet o Dies Irae, que manejan una temporalidad parecida, en cierta forma. Remite mejor a una metafísica: a una fuerza oculta, misteriosa y extraña, un orden mítico, una instancia que queda por fuera del entendimiento racional. En la película el desierto está dotado de este carácter.

La brujería y lo milagroso aluden a este concepto en el cine del danés. La naturaleza, en cambio, es la que toma este lugar en el trabajo del argentino. Todos los planos que componen la película son planos-cuadros. Pura plástica de la imagen. No porque evoquen una obra concreta. Ni siquiera porque constituyan, como dice Pascal Bonitzer, una pausa en la imagen, en su movimiento contínuo, sino porque se brindan a la mirada del modo en que lo hacen las pinturas.

Las pinturas callan, opina el crítico de los Cahiers du cinéma, legitiman un comentario interminable, habilitan una lectura conjetural y permiten replanteos infinitos. Del mismo modo, abierta a las interpretaciones más exploratorias, Jauja, como mensaje, como sistema de signos de naturaleza comunicativa, no pide ser descifrado en sentidos estrictos, sino que se alimenta en la ambigüedad y la indeterminación, tan propia del arte.