Bruno Dumont está haciendo una revolución en su cine guiado por una locura creativa que no deja de sorprender con cada nueva película. Jeannette, la infancia de Juana de Arco rompe los límites entre lo sagrado y lo profano, lo trivial y lo sublime, el drama y la comedia, la televisión y el cine. El cineasta asume el desafío de filmar una película cantada y bailada al aire libre por niños y adolescentes, confirmando su excepcional habilidad para dirigir actores no profesionales. La historia está atravesada por una sensación de inminencia que hace tangibles las palabras, los sonidos y las acciones. Dumont utiliza los recursos inesperados de sus jóvenes intérpretes: la confusión interior que emana del texto de Péguy adquiere otro alcance cuando sale de la boca de los chicos. La danza y la música reverberan desde el impacto inicial y al mismo tiempo le otorgan a la puesta en escena una libertad inaudita. Las rupturas y cambios estéticos van desde los bailes al ritmo del rock electrónico hasta el gesto de sacudir el pelo en la más pura tradición heavy metal. El resultado posee una belleza singular y una energía extraña, cercana y distante al mismo tiempo, hierática y salvaje.
La película comienza con el nacimiento de una vocación rebelde y el advenimiento de una conciencia: una serie de diálogos maravillosos enfrentan a Jeannette con su amiga Hauvette, que sostiene la fe simple del catecismo, y con la señora Gervaise, una monja a la que Dumont, en una cumbre del absurdo, desdobla en dos gemelas. El cineasta aprovecha la economía de medios para observar, en un marco delicado, las distintas posibilidades y devenires. Con un notable sentido del encuadre, el decorado cambia durante el recorrido de Juana y vemos surgir paisajes espirituales: el desierto, con la claridad propicia para las visiones, es el lugar de las conversaciones con dios. El paso de baile con el que Juana se aproxima de pronto a la pantalla revela una mirada menos icónica que dinámica, viva y danzante, alimentada por el sentido de cercanía propio del cineasta. Las colisiones admirables entre los gestos torpes y la sofisticación coreográfica, entre el primitivismo de los decorados y la poesía manierista que hace levitar a los personajes, generan una paradójica armonía: una novedad absoluta.
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