UNA NIÑA INQUIETA
Vamos por partes. Bruno Dumont es un cineasta francés que puede resultar algo críptico y su puesta en escena siempre conlleva en el espectador un ejercicio activo de lectura e interpretación, comprometiéndolo desde un lugar más primario que el cine convencional, deconstruyendo la “perfección” del cine comercial, algo que ha mencionado en numerosas entrevistas. Esta búsqueda primaria de sensaciones desde un lugar despojado, a menudo trabajando con no actores, rompiendo convenciones, favoreciendo tiempos muertos -como lo hace en su película más lograda, La humanidad-, dejando a menudo errores ocasionales, parte de una necesidad de cuestionar los modelos de representación del cine mainstream, es decir, el que más se suele frecuentar en salas comerciales.
Es una cuestión algo extensa pero sirve de preámbulo para comprender que estamos ante una obra que al menos se puede calificar como bizarra: Dumont adapta una obra de finales del Siglo XIX de Charles Peguy (1873-1914) sobre Juana de Arco, tomando su niñez, sus contradicciones y el impulso que finalmente la llevará en la adolescencia a iniciar su campaña bélica, manteniendo textualmente palabra por palabra, pero es en lo que aporta el cine donde la obra respira singularidad. Las tomas largas y estáticas, la naturalidad con la que la niña y la adolescente recorren el plano, el canto por momentos tan desprolijo como las coreografías que resultan cualquier cosa menos solemnes (basta ver a representación de San Miguel, por ejemplo), el humor como un elemento que sobrevuela el lenguaje gestual, antes que las palabras, hacen de Jeannette, la infancia de Juana de Arco, una rareza. A esto hay que sumar la musicalización de una banda avant garde como Igorrr -que atraviesa desde el pop más meloso y sintético de los 8 bits a la electrónica y el death metal o el hip hop, en síntesis, inclasificable- que lleva a momentos inevitablemente cómicos cuando la joven Lise Leplat Proudhomme (que interpreta a Juana de Arco como niña) comienza a hacer el típico headbanging metalero cuando se comunica con la divinidad. Es en su corporalidad que Dumont encuentra en la obra de Peguy elementos que le dan autenticidad a la protagonista, deconstruyendo la solemnidad del mito y planteando una visión de Juana de Arco libre y fresca.
El asunto radica en que este ejercicio de visionado puede resultar extenuante tras los casi 100 minutos que implican trasladar la totalidad de la obra original, porque la idea sobre la cual está fundada la puesta en escena se agota. Por decirlo de otra forma: la idea y el concepto es en sí más atractivo que la obra en su ejecución, dejando la impresión de que al film le sobran minutos. No sucede lo mismo con La vida de Jesús o La humanidad (a pesar de tratarse de materiales originales) por mencionar sólo dos trabajos del director, que a pesar de contar con tiempos muertos uno intuía una búsqueda que complementaba el tono de la obra. Aquí eso no se encuentra presente por momentos, ya que se trata de un pastiche más estructurado al que se le notan las intenciones sobre el espectador. Sin embargo, no deja de ser un ejercicio notable que por pasajes entrega una experiencia fresca y joven, algo que también se puede rastrear en directores como el catalán Albert Serra.