LÁGRIMAS DE MANUAL Enfrentarse al tránsito por el valle de la Muerte debe ser una de las experiencias más intensas a la hora de su representación en el arte. Hay multitud de obras en la pintura, escultura, fotografía, música, teatro, literatura, cine e incluso videojuegos donde el tema está expuesto con ingenio, a menudo abriendo a experiencias profundas e inspiradoras. Habiendo un trecho de recorrido tan diverso y variopinto, con un tema que cobró especial vigencia post pandemia, la pregunta sería, ¿aporta algo a esta larga lista el último film de Martin Viaggio? La respuesta es no. Nada. Al contrario, resta. Entre el desfile intelectual recortado como frase de Instagram (¡Pessoa, Orozco!), el manual de autoayuda y cierta espiritualidad bizarra que no tiene nada que envidiarle a otro bodrio nacional como Los dioses del agua, el resultado es un mal Paulo Coelho llevado al cine. Y ojo, debe haber algún mérito en hacer parecer a un mal escritor algo superior. Pero vamos a la película en sí. Un ingeniero (Gustavo Garzón) que lleva una vida gris recibe la noticia de que está enfermo de cáncer. Estos primeros momentos de la película son los mejores, porque hay en la interpretación moderada un rostro de autenticidad. Aún a pesar de la obviedad visual del trabajo de fotografía, hay una promesa en el drama de la propuesta. Todo comienza a desmadrarse con la aparición de un enigmático personaje ciego que se empeña en hablarle de una especie de gurú que podría curarlo. La cosa empeora progresivamente con las frases hechas que asoman en los diálogos y cuando llegamos al gurú en cuestión y su propuesta de vivir distintas experiencias con un asistente polifacético. La esposa interpretada por Noemi Frenkel está ajena a todo esto y el relato explora, o al menos atisba a explorar, cómo el silencio en torno a una enfermedad puede degradar una pareja. El asunto no se profundiza ni se complejiza demasiado y, en su lugar, se plantea cómo la enfermedad le permite ver las cosas “de otra forma” a nuestro protagonista. Incluso le cambia el color de la piel por el milagro de la dirección de fotografía. El film sigue su cauce de previsibilidad hasta alcanzar un punto en el que agobia con una banda sonora que, incomprensiblemente, se superpone sobre varios diálogos, y emite frases como aforismos que incluso no se extinguen después del final -con el ciego en cuestión citando a Cicerón-. Insufrible más allá de sus intenciones nobles y cierta prolijidad técnica, Cuando ya no esté es de una chatura con pretensiones intelectuales y filosóficas que descoloca incluso hasta en la escena de créditos.
SAVIA Y CELULOIDE Preservar nuestro patrimonio alcanza distintos significados en este documental de Leandro Listorti que conecta al naturalismo y la botánica con el cine, sin que esto resulte forzado por el apellido en cuestión. Lo que a priori puede no ser del todo atractivo termina resultando en una curiosa propuesta visual que remite a catálogos botánicos antiguos o enciclopedias que se han perdido en las bibliotecas del tiempo. Sumado a los registros del enorme archivo fílmico del Museo del Cine que son apenas imágenes inconexas, el film adquiere un tono melancólico que se focaliza tanto en la pérdida como en el sacrificado trabajo por preservar la memoria y las especies. El apellido que conecta ambos universos es Hicken y se extiende primero a la preservación y estudio del reino vegetal (Cristóbal María Hicken) para, en otra generación, dedicarse a la minuciosa preservación del patrimonio fílmico (Pablo C. Ducros Hicken). El film propone un paralelismo entre las dos tareas con acierto, sumergiéndonos en un mundo donde la conservación de especies y material fílmico es frágil y el riesgo de perder un elemento implica una tragedia. Esto es lo que hace que Herbaria alcance cierto tono elegíaco por la pérdida tanto de especies como de material fílmico, a pesar del esfuerzo titánico de investigadores y aficionados. La propuesta de Listorti establece un puente entre disciplinas distantes desde la curiosidad por descubrir ese mundo con material de archivo, testimonios y un aproximamiento experimental desde el sonido. El montaje da a este museo de imágenes movimiento, desarrollando un gran trabajo investigativo que parecen fragmentos cinematográficos de la legendaria Enciclopedia Británica.
LLAVES DE UN CRIMEN Natalia Natalia es el retorno al cine de Juan Bautista Stagnaro tras un paso entre la televisión y el cortometraje, destacándose su colaboración en la celebrada Un gallo para Esculapio (2017) como guionista. El director de El amateur (1999) vuelve también a uno de los géneros con los que más coqueteó a lo largo de su carrera: el policial. Si bien no cae en las fosas de su colaboración como guionista en la recordada (?) Policía corrupto (1996), el film de Stagnaro contiene una suma de irregularidades tras una promisoria introducción que terminan dejando a este estreno en la medianía más llana, con apenas unas pinceladas de buen policial negro. Y precisamente, como todo buen policial negro, el relato arranca con un acontecimiento que afecta accidentalmente la vida de, en este caso, nuestra heroína, la profesora encarnada por Sofía Gala. Silvia asiste al velatorio de su ex pareja, un policía abatido durante un allanamiento, y pronto se le abren intrigas en torno a una misteriosa llave y su propia vida comienza a verse invadida por la sospecha y el miedo de sentirse acechada. Es un poco un cliché del género donde se encuadra la película, pero en los primeros minutos está sostenido con delicadeza: nuestra heroína es realmente víctima de las circunstancias y su interés en las intrigas que se le van presentando es escaso. Es cuando se siente acechada que la urgencia de conectar puntos se hace más presente y la narración de thriller va ganando cuerpo. Desafortunadamente es cuando gana cuerpo que surge una subtrama romántica con el oscuro oficial interpretado por Diego Velázquez. El anunciado giro del desenlace no alcanza para redimir este arco narrativo impostado y poco verosímil que amenaza con derrumbar todo aquello que veíamos positivo en la búsqueda de Silvia. Hay en la dirección y la fotografía un marco estético que nos remite a policiales de los ochenta y noventa, con los tonos fríos marcando la intriga y el misterio que envuelve a la narración. La banda sonora contribuye a afirmar esa identidad noventosa que se ajusta a encuadres incómodos. Pero así como hablamos de las virtudes, hay que hablar de las flaquezas con que se precipitan los diálogos, que por momentos parecen sacados de una vieja novela pulp serie Z. También del apresurado y tosco desenlace, con un giro anunciado, torpezas en la dirección de secuencias de acción y un final que parece apenas una elección aleatoria, sin sostén en las acciones de la heroína que vimos por más de 80 minutos. Lejos de los puntos más altos de su carrera (o los más bajos), este retorno de Stagnaro a la dirección naufraga en un océano de mediocridad a pesar de sus buenas intenciones, con una protagonista sólida que se desmorona en una narración quebradiza y caprichosa que inserta su tensión romántica con una falta de ritmo narrativo notable. La progresión de este vínculo es una suma de baches que no hecha por la borda la intriga que rodea al film, pero lo afecta de tal forma que una vez llegamos al apresurado final el devenir pasa a un lugar secundario.
ENTRE MUROS Y PIZARRONES El Colegio Nacional de Buenos Aires es probablemente una de las instituciones educativas más icónicas del territorio nacional. Más allá de denotar el ombliguismo capitalino (del que bien se mofaría un alumno que no egresó de ese colegio como Ezequiel Martinez Estrada), es innegable su relevancia histórica. Por sus claustros pasaron figuras fundacionales de la Nación como la conocemos, entre políticos, economistas, intelectuales, artistas y músicos que marcaron nuestra identidad, con todos sus defectos y virtudes. El Nacional -como se lo suele llamar vulgarmente o con cariño- es un sólido documental de Alejandro Hartmann que retrata a esta institución sin un rigor historicista, sino más bien aproximándose al espíritu de esa enorme estructura de piedra: los alumnos, los profesores y las dinámicas de poder propias de una coyuntura. Fragmentado en cuatro partes, el documental toma un periodo de transiciones y cambios en la institución, tanto en el centro de estudiantes como en la rectoría y su riqueza se construye del mosaico de discusiones, disidencias y encuentros que se van dando y definen al espíritu del Colegio Nacional de Buenos Aires. Entre los segmentos más acalorados que definen la importancia de una formación crítica y política diversa también asoman pequeños momentos de nostalgia que denotan el cariño hacia ese espacio educativo: un ex alumno que tuvo una larga trayectoria como músico de orquestas filarmónicas encuentra e identifica ese espacio donde creció de niño, cuando aún el instituto no estaba finalizado; el trabajo de archivo muestra el trabajo de jóvenes comunicadores en distintas etapas del colegio, poniendo el ojo en coyunturas y opiniones que contrastan con las de hoy en día. Y entre los testimonios y experiencias asoma en un silencio contemplativo la fachada, los claustros, los pasillos silenciosos como los bustos históricos que muestran un esqueleto arqueológico y misterioso despojado de su corazón, sus residentes. El acierto de Hartmann está en invisibilizar su presencia en momentos que son pequeñas joyas: la charla formal entre un periodista para un noticiero y la encargada de la toma del colegio se vuelve mucho más desestructurada una vez se apagan las cámaras. Un grupo de chicas estalla en llanto en una sesión al denunciar el acoso que sufrieron y solicitan una educación más inclusiva que dé lugar a la ESI. Luego de una toma unos chicos juegan a la pelota esperando que las cámaras de noticieros se apaguen. Un grupo de profesores denuncian la demagogia con la que se maneja el rector hacia los chicos. El film del experimentado director está lleno de estos momentos que le dan vida a esa estructura colosal de túneles por donde supo transitar Juan Manuel de Rosas, transpirando vida a través de sus experiencias y renovaciones.
LA MADRIGUERA DE LA POLÍTICA El descreimiento general hacia el ejercicio político es, para un partido, uno de los grandes desafíos del Siglo XXI. Esta desconfianza popular que va anexada a los cuestionamientos hacia la democracia como sistema de organización del Estado, alejado de buena parte de la población, ha erupcionado en distintas manifestaciones a lo ancho y largo de nuestro mundo. Lejos de ser un fenómeno del ombliguismo mediático argentino, las manifestaciones se han extendido a países como Estados Unidos, Reino Unido y, por supuesto, Francia, con el movimiento de Indignados. Y decimos Francia porque Alicia y el alcalde, el estreno y segunda película de Nicolas Pariser, se centra en este país que se encuentra atravesando una crisis social y política. La radiografía descarnada de Pariser no es casualidad. Pero Alicia y el alcalde no es un thriller político, subgénero que los franceses dominan con la precisión de un reloj, sino un drama con algún tinte de comedia -no se dejen llevar por su rótulo de comedia dramática-, por el extrañamiento que genera el universo de la política. Para ello nos pone en el lugar de una joven profesora de filosofía llamada Alice (Anais Demoustier) que recibe una extraña propuesta de trabajo como asesora del intendente de la ciudad de Lyon. Es un cargo un poco improvisado en un edificio casi sin vida y su sorpresa es tal que en un comienzo se arrepiente de haber dejado su trabajo en Inglaterra. El nuevo oficio consiste en dar ideas al alcalde para impulsar su perfil, dado que ya ha perdido la motivación para encontrar ideas novedosas o razonar en torno a ellas. Esta premisa un poco fantástica y kafkiana alcanza un desarrollo sólido gracias a como construye el punto de vista. Como espectadores estamos tan perdidos como Alice en ese mundo de intrigas y susceptibilidades, con planes que cambian constantemente en función de la imagen del funcionario. El nombre “Alice”, que siempre nos retrotrae a ese clásico universal que es Alicia en el País de las Maravillas, está usado con acierto para describir un mundo ajeno que nos atrae pero al mismo tiempo nos expulsa. El film de Pariser problematiza en torno a la política pero no cae en la antipolítica, una denominación ambigua y un tanto errónea. Es más bien una radiografía de un microcosmos al que el común de la gente, entre tanto protocolo y burocracia, le resulta absurdo y, como se expresa hipotéticamente en el film, esto lleva a menudo a la elección de sistemas avalados por derechas conservadoras y pragmáticas. Entre la música anodina, planos diáfanos y actuaciones correctas hay un film poderoso al que quizá sus poco más de 100 minutos terminen por momentos agotando entre sus diálogos más cargados de teoría política, pero la sensibilidad de la protagonista da lugar a un film noble y, por qué no, interesante para el debate.
REGISTRO DEL CAOS El perfil interdisciplinario del universo teatral de Emilio García Wehbi lo hace una figura fundamental del teatro independiente nacional por su fuerza dramática y sus provocadoras obras que reflexionan sobre las presiones sociales, el hiperconsumo y problematiza en torno a como representar esta subjetividad con simbolismos que nunca pierden al cuerpo humano de la escena. Es un teatro afincado en el posmodernismo -que tiene entre sus principales referentes a Antonin Artaud-, que no teme ir al choque ni utilizar otros medios como la música o el video arte para comunicar desde el teatro. En La herida y el cuchillo, su segunda película, Miguel Zeballos intenta aproximar su cámara al proceso creativo, el escenario y la tarea observacional del espectador y de los intérpretes. El resultado es un documental fragmentario que por momentos carece de una línea narrativa y se pierde en la indulgencia y la declamación, a pesar de algunos segmentos logrados. La cámara de Zeballos se desplaza detrás de bambalinas y hace del sonido una línea que va hilvanando y le da ritmo al documental. Esta forma de conectar momentos de punk, música melódica e incluso hip hop, es uno de los mayores aciertos que se presentan a la hora de representar el mundo de Wehbi y su naturaleza esquizofrenica. Por fuera de esto, la fragmentación también se traslada a lo visual: los planos enteros y generales son escasos, a menudo Zeballos deja que los cuerpos fragmentados de los actores en un plano medio desnuden la esencia de la obra teatral y sus interpretes. El cuerpo y la desnudez dan un espacio de solidez y armonía entre el caos narrativo y el ruido. Otros momentos muestran la rigurosidad de la dirección actoral de Wehbi, pero en el medio del caos nada es aleatorio. El problema central de este aproximamiento radica en algo que parece adrede y es la carencia de una línea narrativa. La idea se desplaza del testimonial a la contemplación de la obra, sin llegar a dar un marco al documental. Hay una búsqueda indulgente de dejar asentado un manifiesto, las ideas que definen a ese mundo de Wehbi, y que casi podríamos resaltar en un texto y subrayar reiteradas veces desde su voz en off (con el tradicional fibrón amarillo). El problema es que estas sentencias y algunas secuencias de escenas de sus obras se montan sin dar un marco y no hay un diálogo con el espectador: más bien parece un ejercicio intelectual. Esto desnaturaliza los segmentos más sensibles del documental, el registro de los ensayos y su enorme complejidad para llevar a cabo la obra. Todo ocurre entre paréntesis. Confuso y por momentos indulgente, sin embargo Zeballos logra algunos momentos memorables registrados en los ensayos. Pero la falta de un marco y una idea clara que cristalice la esencia del documental, más allá de su catártica secuencia final, hace que sea mejor idea aproximarse a una sala para conocer la obra de este interesante autor teatral. Luego sí, piérdanse en el documental.
CICATRICES QUE QUEMAN La mediatización del abuso en infancias y adolescencias en medios explosivos como la televisión o los portales de noticias más populares pierden a menudo, entre los detalles del caso, al sujeto. Más alla de los nombres propios y algunos datos enumerados friamente, son escasas las excepciones que dan relieve y generan conciencia sobre las consecuencias devastadoras en la víctima. La reparación, el nuevo documental de Alejandra Perdomo, se aproxima a la temática con humanidad y exprime su estructura de testimonial para acercarnos a los sujetos. Se puede achacar alguna irregularidad estructural, pero el documental tiene una contundencia que cierra con un final emotivo. En las palabras de las víctimas hay un punto en común: la ineficacia de la Justicia en muchos casos y la carencia de circuitos de contención, además del cuestionamiento hacia la veracidad del relato. Se apunta tanto contra las falencias institucionales como aquellas que nos increpan como sociedad y nos presentan un espejo para nada favorable. Para romper el silencio que perpetúa la impunidad están las voces de los casos que son el corazón del documental. De hecho, son los casos los que estructuran y dan un marco al film. El testimonio de Daniel Sgardelis apunta contra el encubrimiento de las instituciones eclesiásticas en el abuso y el de Felicitas Marafioti y Charlie di Palma apunta contra los casos de abuso sexual con corrupción de menores del ex líder de la banda El otro Yo, Cristian Aldana. El del resto de las víctimas comparten el horror del abuso en un ámbito intrafamiliar pero, sin embargo, todos los casos comparten el dolor de la incomprensión, fluyendo entre las palabras de los testimonios. El acierto de Perdomo es invisibilizarse y lograr que las entrevistas sean el relato de La reparación. Como mencionamos el film esta estructurado por los casos que se suceden e hilvanan el guion, pero se extraña un marco informativo que dé un mayor contexto. Los especialistas dan precisiones pero se pierden algunas de las apreciaciones más valiosas entre la fuerza de los testimonios. Finalmente entrega un segmento emotivo que exorciza la tragedia personal de las víctimas y hace del fuego algo tan destructivo como sanador: aquí reside la fuerza innegable del documental de Perdomo.
MALAS INFLUENCIAS La filmografía de los hermanos Dardenne tiene marcas identificables que los han hecho una de las voces fundamentales del cine en estos últimos 30 años. Aún con sus irregularidades, los hermanos belgas construyen puestas en escena minuciosas que desnudan la tensión interna de los personajes, pero también desnudan tensiones sociales a menudo irreconciliables que van más allá de la sociedad europea que describen. Sus relatos con frecuencia se refugian en el coming-of-age y, a pesar de la visión corrosiva sobre entornos tóxicos y desigualdades sociales, los hermanos logran abrirse del tentador cinismo en el que caen otros directores. Esto lleva a momentos climáticos inolvidables en films como El hijo (2002) o El niño (2005), dos de sus piezas más celebradas. Entre los planos largos que los caracterizan, los paneos quirúrgicos que se quedan en el rostro de los personajes, los planos secuencias climáticos -breves pero contundentes-, asoma también una sensibilidad que es un pequeño oasis. El joven Ahmed, título de la selección oficial de Cannes en el 2019, demuestra la innegable madurez visual de los realizadores a pesar de que su relato resulte problemático por sus ribetes maniqueos. El joven Ahmed del título es nuestro protagonista, un joven musulmán de los suburbios que vive en un hogar marcado por un divorcio y conflictos internos, además de la sombra del extremismo que adoptó un primo mártir. Incomprendido, su refugio resultan el Corán y un Imam que le promete grandes proyectos que lo acercan a su familiar mártir. Este refugio será el foco de una relación atribulada con su madre, que intenta desesperadamente alejarlo de esa influencia, al tiempo que intenta salir adelante en su hogar. Pero, como sucede en otros films de los Dardenne, la comunicación -o falta de- es un elemento clave para entender las distancias que se van construyendo entre los personajes y la violencia es parte de una enorme olla de presión que se va gestando. El problema es, a diferencia de otros títulos de su filmografía, que el entretejido social aparece descuidado y esta olla de presión parece una resolución forzada. Ahmed se define en sus acciones pero entre los polos de influencia en su vida el imam aparece esbozado de una forma rústica y agresiva, incluso llamando “puta” a la joven docente que asiste a Ahmed y que juega un papel crucial en el desarrollo de sus acciones. Su papel antagónico es casi caricaturesco y se acerca peligrosamente a la islamofobia, en particular porque es la voz más gruesa del film a la hora de definir una cultura y creencia, opacando otras figuras musulmanas. Uno de los mejores planos del film tiene a Ahmed en un papel secundario hasta que toma la palabra: un paneo recorre una sala y los rostros de padres que debaten la enseñanza del árabe en el aula y los puntos de vista que se exponen tienen un gris que el resto del film extraña. Es un paneo enérgico que se desplaza con la velocidad de los argumentos sin marear, y la tensión que añade esta elección formal nos permite hacer una nueva lectura de los conflictos que se van dando en el film, en particular cuando finaliza con las palabras de Ahmed y una acusación agresiva que tiene su origen en la ferocidad del imam. Luego es inevitable no mencionar los planos sostenidos, que con su rigidez y cámara en mano exaltan las diferencias que a menudo las palabras no dicen, un recurso utilizado al menos dos veces de forma memorable: la primera vez es una charla de Ahmed con su madre en el reformatorio y la segunda es junto a una chica en un fallido avance amoroso. A pesar de lo forzado de la resolución, el relato tiene un plano secuencia climático que también merece destacarse. Los Dardenne continúan siendo excelentes narradores visuales e incluso en sus films no tan redondos como el que nos ocupa esta semana, tienen momentos de lucidez que se sostienen en el peso de su filmografía. Son casi 90 minutos que se pasan con un pulso nervioso, pero esta inquietud nunca deja de entrever al menos un momento de luminosidad o esperanza.
NUEVAS TIERRAS, VIEJOS VICIOS Hay que mencionar algo de Exodo: la última marea, segundo film del suizo Tim Fehlbaum, y es la efectividad para contar su relato. Entre films de ciencia ficción que apuestan a relatos crípticos que terminan siendo confusos o narraciones barrocas que resultan insustanciales, el estreno de esta semana logra destacarse por su capacidad para generar climas y absorber al espectador en la historia que propone, dándose su tiempo para sumergirnos en la acción. A pesar de algunas secuencias confusas y resoluciones forzadas, Fehlbaum logra desplegar un mundo amenazante y acompaña a su protagonista a través de la epopeya que nos hace parte. Hablamos de efectividad y de eso se tratan los primeros minutos del film: la introducción presenta la historia con contundencia, sin dar lugar a ambigüedades. La serie de datos nos da un marco al cual aferrarnos entre el vértigo del aterrizaje del Ulysses 2, sin atropellarnos con un caudal de información inútil. De esta, forma sabemos en unos pocos minutos que la tripulación que vemos proviene de Kepler 209 y el lugar a que llegan es nuestro planeta. El pequeño grupo está en una misión de retorno luego de cientos de años, tras un colapso producido por pandemias, guerras y contaminación, esperando encontrar allí condiciones para la vida. Además, la tripulación del Ulysses 2 debe buscar información sobre lo que sucedió con el primer Ulysses, enviado unos años antes. Lejos de resultar un aterrizaje ideal, el impacto deja heridos a Tucker (Sope Dirisu) y Louise (Nora Arnezeder) y se lleva la vida de la comandante del equipo. Es una introducción que pisa el acelerador para luego dar aire y sumergirnos en lo más interesante, la construcción de ese clima de extrañamiento ante lo desconocido. Cada rincón del film derrama humedad por sus poros, como si el director quisiera emular la lluvia virulenta del cuento La larga lluvia de Ray Bradbury y los acuosos escenarios del malogrado film (¿clasico?) Waterworld. El agua se escurre en la narración para mostrar un planeta rebosante de vida que Louise ira reconociendo y es aquí donde Fehlbaum tiñe de cian y gris un panorama extraño. Exodo es sin duda un film que gana cuando dice lo menos posible y nos pierde en planos generales que transmiten las sensaciones de la protagonista. El extrañamiento provocado en estos primeros momentos se corta violentamente por una confrontación inesperada y la revelación de que allí hay humanos, aunque no puedan comprenderlos. Aún peor, estos humanos no parecen querer comprenderlos. Es un choque violento que da algunos giros sorpresivos y nos adentra en una segunda parte del film un tanto más chata y cerrada, como su locación en un viejo barco abandonado. Sin dar detalles de la trama, el relato adquiere un tono filosófico ya recorrido en numerosas obras canónicas de ciencia ficción y Exodo no aporta grandes novedades, cayendo incluso en algunos clichés, en particular en la construcción de la heroína. Indudablemente el fuerte del film de Fehlbaum reside en la construcción de climas y un tono contemplativo que se va desenvolviendo poco a poco con los personajes. Cuando se apresura e intenta contar una película de acción se pierde entre secuencias fallidas y personajes apenas esbozados, a pesar de contar con una asfixiante secuencia en la niebla y no perder nunca de vista a Louise, el corazón del film. Exodo es una sorpresa que abraza su costado de cine serie B catástrofe, pero también su costado solemne de ciencia ficción con algunas búsquedas interesantes, dando lugar a un film que atrapa por su rareza entre el abultado catálogo de películas fallidas por su carencia de identidad. A Exodo eso le sobra, para bien o para mal.
FRAGMENTOS EN RUINAS El país de las últimas cosas es la última película de Alejandro Chomski, pero también la adaptación de una novela epistolar de Paul Auster. Quien haya leído al notable autor norteamericano sabe que, como la mayoría de los autores posmodernos, adaptarlos al cine puede ser una odisea imposible en función de su fragmentación estilística y ambigüedad narrativa. También tiene su lado positivo: esta misma ambigüedad puede adaptarse a distintos contextos si el guion está pulido. Pues hay otro problema, esta novela es, como dijimos, epistolar, y la construcción del punto de vista puede resultar problemático en función de hilvanar una narración y no perder detalles importantes. Esto es para decir que el film de Chomski, que fue presentado en el último Festival de Cine de Mar del Plata en la sección “Fuera de competencia”, tiene notables irregularidades narrativas a pesar de sus buenas intenciones y una primera parte atmosférica y sofocante. El país de las últimas cosas es una distopía y como tal tiene un eco más presente en el panorama actual que en 1987, cuando fue editada la novela original. Cómo Chomski construye este escenario desde un blanco y negro sobrio, con ocasionales retazos de color, es inmersivo. A diferencia de otros films distópicos, hay aquí un marco de ruinas y desesperación que se palpita en cada plano elegido quirúrgicamente, en particular al describir el panorama urbano. El sonido ambiente contribuye a darle personalidad a esa ciudad perdida sin una identidad definida (además del español es frecuente escuchar otros idiomas dando directivas de convivencia), con el constante ruido de maquinarias a la distancia. Allí se nos pone en el lugar de Anna (Jazmín Diz), que busca desesperadamente a su hermano desaparecido mientras trata de sobrevivir en un pequeño monoblock. Tras sufrir acoso y hostigamiento escapa y en el transcurso conoce a Sam (Christopher von Uckermann), un periodista que intenta conectar información y escribir un libro sobre la ciudad refugiado en una biblioteca. No hay una clara identidad estatal o paramilitar, ni un empresario malvado con cigarro que mira todo desde la cima de algún rascacielos, pero la persecución en ese mundo donde gobierna el más fuerte es constante. El vínculo entre Sam y Anna evoluciona en un amorío que les da fuerza para sobrevivir en ese ambiente hostil, pero una trampa pondrá en riesgo la vida de la joven, que apenas sobrevive gracias a un grupo de samaritanos que rescata gente de las calles. Y podríamos partir en dos la película de una forma tangencial, porque es aquí donde comienza a derrumbarse. A pesar de no perder la sordidez descriptiva, la casa no ofrece un marco tan sólido como las ruinas de la ciudad o la biblioteca, además de enmarañarse en presentar personajes que nunca toman relevancia y son claves para el desenlace de la historia. En este punto el film se vuelve disperso, confuso y el punto de vista se maneja arbitrariamente. Apenas da vigor a esta segunda parte el personaje de Victoria (María de Medeiros) y su vínculo con Anna. En el film como en el relato la sexualidad es representada como el último refugio en un mundo donde uno no es dueño ni de sus propios restos. El final abierto le da a este film errático una imagen contundente para despedirse, pero no logra conectar con todas las partes de la historia. Hay sin lugar a dudas una buena construcción de climas, pero el relato no termina de atravesarnos con el sufrimiento y la supervivencia de Anna.