Absurdo a conciencia
Jeannette: La Infancia de Juana de Arco es un ejercicio audiovisual; una apuesta que le debe haber hecho Dumont a un amigo mientras hablaban sobre la importancia de Juana de Arco para Francia (y el mundo) y se bajaban un par de botellas de vino: “a que puedo hacer una película sobre Juana de Arco con música experimental, dos locaciones y una nena”. Dumont la hizo y seguramente sea su película más extraña. No por más moderna o antinarrativa (casi todas sus películas tienen elementos de modernidad y de cine no narrativo), sino por su conciencia de querer despegarse de su propio lenguaje. Lamentablemente se despega de su mejor cine, o al menos del que más entretenía a la vez que insinuaba sus caprichos artísticos; el de sus primeras películas e incluso el de una de sus últimas, Hors Satan (2011). Como también se aleja de su último cine de época (aunque siga viajando al pasado). En Jeannete no hay reglas, y en tal sentido, puede verse como una evolución de su cine. Dumont parece ya no querer shockear con alguna aislada imagen violenta sino con una puesta en escena absurda. En ese sentido, este cine shockeante por lo tonto y lo cómico (para algunos) está mejor visto por muchos que el que shockea con la carne. Dumont se salva del infierno para los críticos y el público que aborrecen la violencia en el cine (¿cómo confiar en ellos?). Y no sólo se aleja de la sordidez sino también del vacío de sus personajes y elige a una santa heroína que está llena (de todo) desde niña.
La película comienza con un plano al aire libre, de la naturaleza, linda o fea, como tantos de Dumont (aunque a diferencia de otros planos suyos de esa índole se observa acá un mayor preciosismo). La enana Jeannette canta y da inicio a un musical sin las reglas clásicas del género y que se caga en DeMille, en Dreyer, en Ingrid Bergman, en Rossellini, en Fleming, en Bresson y en Besson. Y siempre es agradable que se aborde un mito desde otro lugar y, sobre todo, desde un lugar tan irresponsable como el que propone Dumont; el problema es que pareciera no haber casi nada más allá de los diálogos recitados de memoria de la adaptación del texto de Charles Peguy, y de las ridículas coreografías que acompañan a la música. Como si el vacío del enorme Pharaon de L’humanité (1999), esté ahora fuera de la pantalla y dirigiendo a un personaje lleno (de vida, de ideas, de fuerza). Surrealismo lindo para optimistas que piensan que Igorrr es heavy metal. Porque la música es de Igorrr; melodías eclécticas y pretenciosas que se nutren del blast beat del black metal pero que claramente no son metal, aunque lo inviten al Hellfest y en la película todos hagan headbanging. Igorrr utiliza los géneros pero los detesta (al menos como compartimentos cerrados y estancos), como Dumont; por eso su fusión no es extraña, uno escapa del formato clásico del cine y el otro del formato canción. Dos genios se juntan una vez más para demostrarnos su estatus; queda en nosotros recibirlo como un juego o darle una entidad que no tiene.