Juana, la más rockera de todas las santas.
El nuevo delirio de Bruno Dumont, tal efecto narcótico es tan reiterativo como adictivo. A pesar de que las formas de los cuadros musicales se repiten, siempre estamos esperando el siguiente. El argumento es simple, la película recrea la infancia de Juana de Arco en clave musical. Desde que tiene apenas 8 años, hasta que se convierte en la joven estoica y guerrera que hará lo imposible por defender a su patria.
Entre canción y canción, y ruegos a Dios, vemos como se gesta la personalidad de esta niña que en un futuro se convertirá en la heroína francesa por excelencia. Rebelde, desprejuiciada, audaz… ya de pequeña los arcángeles y los santos le hablaban en su ¿imaginación? Utilizando la luz del día, Dumont aprovecha el espacio despojado para crear cuadros musicales que si bien no son perfectos (los protagonistas desentonan y están fuera de sincro), no dejan de ser cautivantes. A través de la cotidianidad desacraliza la figura religiosa y genera empatía con el espectador.
¿Y cuál es la mejor forma que encuentra para hacerlo? Convirtiendo los textos en una ópera punk-rock. Los personajes cantan, agitan sus cabezas y cabelleras, bailan al ritmo del heavy metal, del rock, del pop, del hip hop, y hasta levitan en el aire. Nada más representativo para una mujer adelantada a su época, incomprendida, que como castigo a su inteligencia murió quemada en la hoguera.
La película respira libertad, la mismo que Juana, y a través de una puesta en escena tan simple como compleja -Dumont dispone de dos dunas, unas cabras y un río atravesando el lugar para coreografiar sus cuadros terrenales e imperfectos-, logra trascender los límites del género y crear un rara avis cinematográfico alucinante y original.