Cuando allá por el año 2001 Victor Salva dio a conocer su oda al terror Clase B de monstruos llamada Jeepers Creepers, su historia de terror con modesto presupuesto se convirtió en un impensado éxito. No era una obra maestra, pero mientras algunos argumentaban un “me gustó la primera parte nomás” y otros se aventuraban a decir que era el mejor film de criaturas endemoniadas de los últimos tiempos, la realidad es que su éxito comercial y artístico radicaba en otro lado: su actitud frente al terror. Entiéndase lo siguiente: tras la resaca del postmodernismo cinematográfico que se reía y autoparodiaba al máximo, y en especial en este género tras opus como Scream, de repente un film puro y sin cinismo a la hora de provocar sustos parecía completamente original. No lo era, pero sí era al menos una bocanada de aire fresco. Dos años más tarde apareció la secuela, y aunque el efecto ya no era el mismo, al menos regalaba algunos grandes momentos, como ese comienzo entre maizales y espantapajaros.
Catorce años después llega una demorada tercera parte, y ya nada de lo que convirtió a la original en un clásico muy menor del género está ahí: el terror es inexistente, el suspenso es nulo, la amenaza del Creeper se reduce a escenas mal filmadas y otras que ya vimos, los efectos digitales atrasan veinte años (no es exagerado decirlo), y contrario a sus anteriores capítulos, prácticamente todo el film sucede a plena luz del día, lo cual hace que se note más el mal maquillaje.
¿Qué queda de todo entonces? Una historia que avanza apenas un poco más sobre los orígenes del Creeper, y que vuelve a aterrorizar a un grupo de jóvenes y adultos que merodean por los pueblos norteamericanos, adormecidos al costado de la ruta. La promesa de una cuarta parte queda abierta, y lejos de desearle la muerte (porque lo cierto es que todavía se puede retomar la saga), esperamos que eso implique un cambio de dirección.