En 2001 se estrenaba Jeepers Creepers, película que actualizaba la fórmula del asesino serial de origen sobrenatural, con pocas ideas pero bastante frescura. Luego de dos secuelas -una peor que la otra- cuando parecía que el psicópata había quedado envuelto en un justiciero manto de olvido, a alguien se le ocurrió revivirlo. Y de eso se trata Jeepers Creepers: la reencarnación del demonio.
Los primeros minutos de la película dirigida por Timo Vuorensola parecen ser un reboot de aquella, con dos ancianos atravesando los mismos avatares que la pareja de la original. Sin embargo, enseguida se devela que estas imágenes son parte de un documental que miran los verdaderos protagonistas: Laine (Sydney Craven) y Chase (Imran Adams). El recurso de la película dentro de la película -que ya estaba agotado incluso antes del estreno de la primera entrega- desemboca en una historia sin pies ni cabeza que incluye cultos satánicos, secundarios que mueren antes de que el espectador aprenda sus nombres, y una casa que funciona a modo de cuarto de escape.
El espacio reducido hace que los personajes se la pasen subiendo y bajando escaleras, o entrando y saliendo de habitaciones que parecen ser siempre la misma. El “Creeper”, por su parte, despliega sus poderes caprichosamente, mostrándose por momentos invencible, y en otros como una copia de sí mismo a lo Scary Movie. Algo parecido pasa con los efectos digitales. Todo vale y da más o menos lo mismo.