Si se revisa la filmografía de Peter Segal lo que se encuentra es un puñado de comedias buenas, algunas muy buenas, que se presentan como objetos discretos, sin grandes aspiraciones, que construyen sobre lo ya hecho: el tipo tiene dos secuelas, una remake, un ¿reboot? (El Superagente 86), y una parodia del tramo final de la saga de Rocky. Jefa por accidente, como sus películas anteriores, depende menos de sus propios aciertos que de la efectividad con la que se aprovecha el formato de la comedia que transcurre en espacios laborales. Segal empieza ofreciendo todo lo que no puede faltar en una película así: está la protagonista carismática y querible que vive por debajo de sus posibilidades; un grupo de amigas un poco brutas de buen corazón; un trabajo, con sus lugares y sus personajes típicos; una pareja feliz pero incompleta. El director dispone todo eso en muy pocos minutos como un copista hábil, pero los chistes no funcionan, como si el humor se hubiera fosilizado y la película, más que una comedia, fuera apenas un inventario de convenciones.
Pero el relato avanza, Maya deja su trabajo en el shopping por otro en una firma de cosméticos y ahora los gags se multiplican y, sorpresa, causan gracia. El cambio parece menos obra de la película que del espacio y su historia en el cine, como si el nuevo trabajo de Maya, con sus oficinas elegantes, sus pasillos y sus coworkers intrigantes proveyera por sí solo el timing y la agilidad que antes faltaban. El cambio, a su vez, confirma las sospechas del principio: el cine de Segal funciona mejor cuando renuncia a cualquier posible búsqueda personal y se entrega plenamente a los requerimientos de una fórmula. El relato gana un segundo aire y la película parece que empezara de nuevo.
Todo va bien: las dos nuevas sidekicks que le ponen a Jennifer López cumplen con sus roles de secundarios raros; el engaño (con el que Maya consigue el nuevo puesto) se acrecienta y hunde cada vez más a la protagonista en su red de mentiras; el jefe noble (un Treat Williams redivivo) y la hija déspota se reparten bien el mapa afectivo de la historia. Jennifer López hace todo bien, como si ya conociera de arriba a abajo a su personaje y actuara de memoria. Pero justo después de haberle dado a su película la velocidad y la eficacia de la mejor comedia, Segal tiene una idea, se le ocurren cosas, al hombre se le da por pensar. El director cree que con lo que tiene entre manos no alcanza, o por ahí quiere hacer algo más, darle otra vuelta de tuerca a la fórmula, vaya uno a saber, el caso es que decide traer un hecho del pasado de Maya que pone patas para arriba el esquema narrativo: los personajes cambian de roles, la protagonista modifica su recorrido; la tensión que antes se jugaba enteramente en la competencia laboral y en la vitalidad de los espacios de trabajo ahora se traslada a la intimidad afectiva de Maya. La novedad desarregla también el armado de género: de la comedia ahora brotan momentos del melodrama, con sus identidades reveladas, sus reencuentros improbables y sus duelos entre madre e hija.
No es el fin del mundo, la película se puede seguir viendo, pero ese giro desbalancea lo que Segal, confiándose a la rutina de las convenciones, a hombros de gigantes, venía haciendo bien, y suma un registro nuevo que no sabe cómo poner a convivir con la comedia. La película no se desmorona pero pierde la vitalidad y la gracia de la primera parte y se vuelve gris, mustia, una cosa a mitad de camino.