Bajo el noble signo del clasicismo.
Clint Eastwood ha demostrado muchas cosas con su cine, en primer lugar probar que era un actor capaz de hacer cine, que aprendía rápido de sus maestros y que la voluntad de ponerse detrás de cámara no sería un simple testeo de lo que significaría dirigir. También ha podido sortear estereotipos rotulados por la prensa más escéptica de su cine, que lo ha catalogado como un mero cowboy y/ o máximo exponente del policial fascista de la década del 70. Mucho tiempo ha pasado desde que Eastwood legitimó su “título” de realizador y narrador cinematográfico. Sin estancarse, experimentó en la última década una curiosidad temática fascinante; la cual ha atravesado una biopic sobre J. Edgar Hoover (J. Edgar), la reconstrucción de un fragmento en la vida de Mandela y el mundial de Rugby en Sudáfrica en 1995 (Invictus) y el díptico sobre la contienda en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial (La Conquista del Honor y Cartas de Iwo Jima), entre otras películas de los últimos diez años.
En Jersey Boys, la curiosidad del director está enfocada en la reconstrucción de los comienzos de Frank Valli y los Four Seasons, una de las primeras “band boys” de fines de los cincuenta, que tuvo su pico de popularidad una década más tarde hasta una decadencia abrupta. La primera parte del relato se asemeja a la estructura scorsesiana de Buenos Muchachos, al reconstruir el contexto de un barrio italoamericano en el cual se presenta a dos jóvenes en busca de una salida fácil, cobijados por un ambiente que solo parece ofrecerles el camino de la mafia o el ejército. Tommy (Vincent Piazza), un “wise guy” condenado a entrar y a salir de prisión por delitos menores, y Frankie (John Lloyd Young), un aprendiz de peluquero, tienen una alianza basada en la amistad y en la lealtad, más allá de los golpes y los obstáculos en el tránsito hacia la fama soñada.
Eastwood, a pesar de las distancias temáticas trazadas entre sus últimas películas, mantiene la constante del clasicismo narrativo, el cual no ha abandonado en sus más de cuarenta años de carrera como director. Si bien Bird y Honkytonk Man funcionan como ejemplos de su otra pasión, la música, aquí no hay finales amargos (aunque el armado de la trama de Jersey Boys exponga situaciones duras) sino un jubiloso fresco de una época, alejado de la mirada calculadora que arroja la distancia que todo parece verlo con ojos de nostalgia. Sin temerle al musical más esquemático, el gran y último director clásico no se sonroja al exponer conflictos simples con un desarrollo estructurado bajo la modalidad de ascenso y descenso, aquí de Frank Valli (conocido por sus inconfundibles falsetes), arista que es fortalecida por una puesta completamente alejada del nervio de las cámaras de las últimas transposiciones de musicales famosos de Broadway, a las que parece urgirles enviar el mensaje de que estamos en presencia de una película. Eastwood no necesita desnudar los mecanismos del hacer: su preocupación por la experimentación temática es el motor de un cine casi desaparecido, construido con la base del clasicismo como signo, una absoluta rareza en vías de extinción.