Déjenme contarles una historia
Sólo eso les pido: que me dejen contarles una pequeña historia, porque creo vale la pena.
Resulta que ayer el partido de Argentina contra Nigeria por el Mundial 2014 se pisaba un poco con la proyección para prensa de Jersey Boys: persiguiendo la música, con lo que me terminé perdiendo prácticamente todo el primer tiempo. Es decir, me perdí de ver en directo los dos goles de Messi. Uno de ellos, vale señalarlo, tremendo golazo.
Pero gané algo más. Déjenme contarles qué gané.
Gané algo más de dos horas de Clint Eastwood. Es decir, pude ver a un tremendo jugador y técnico del cine, un animal del arte cinematográfico que a los 84 años se sigue comiendo la cancha.
Clint podría ser a esta altura como esos jugadores que en algún momento fueron estrellas, cracks capaces de cambiar el rumbo de un partido pero que cuando llegan a determinada edad prefieren hacer la más fácil, seguir con el juego que más conocen, con el que se sienten más cómodos, porque total los fanáticos los van a seguir respaldando, en pos de su legado, de la gloria que supieron acumular en el pasado. Pero no, Clint no es así, lo suyo no es el toqueteo fácil, el cambio de frente buscando no ensanchar la cancha sino sólo el aplauso de la tribuna. El no juega por jugar, sino que busca nuevos desafíos permanentemente.
Y es por eso que se hace cargo de la dirección de Jersey Boys, un musical de Broadway con mucho consenso del público, la crítica y las instancias de premiación, centrado en la formación, el ascenso a la fama y la posterior separación del legendario grupo The Four Seasons. Y decide hacerlo contra todas las dudas, contra todas las suspicacias respecto a si era el hombre indicado para el trabajo. Y encima toma decisiones fuertes, problemáticas para los eternos fanáticos de la obra teatral, porque deja de lado casi en su totalidad los números musicales, porque la música tiene que ser para él no el centro absoluto de la puesta en escena, sino un instrumento -decisivo por cierto- para la configuración no sólo de un clima de época sino también de toda una serie de estados de ánimo, sensibilidades y posiciones éticas frente al mundo.
Es que Clint siempre va para adelante, no se tira para atrás, va a buscar el triunfo, es ofensivo, quiere ganar, pero ganar en grande. Y toma la pelota, se hace cargo, se pone la mochila al hombro, no elude la presión, sino que la absorbe y trata de reconvertirla a su favor.
Entonces Clint va, y con él la película. Y Jersey Boys se va transformando, a paso firme, en un film que trasciende la simpleza que podría intuirse en su planteo inicial para convertirse en muchas películas a la vez: una que dialoga con inteligencia con el cine de mafiosos delineado por Martin Scorsese en obras como Buenos muchachos; otra que indaga sobre las ficciones que cimentan ciertos mitos de carne y hueso; otra que observa con agudeza y desprejuicio el mundo del espectáculo; otra que revela con sutileza y a la vez crudeza el choque entre la institución familiar y las ambiciones individuales; otra que expone los artificios que constituyen el género musical, sin caer jamás en el cinismo, sino todo lo contrario, para demostrarle un gran cariño, preguntándose incluso cómo debería ser el vínculo entre el cine y el escenario teatral. Todas ellas están transitadas por el relato mayor, por la gran película sobre la amistad, sobre cuatro tipos que casi sin querer vencieron todas las probabilidades en su contra, convirtiéndose en referentes absolutos del arte musical, pero que en el fondo no dejaron de ser cuatro pibes comunes y corrientes, con sus virtudes y miserias, con sus lealtades y traiciones, enfrentados a circunstancias extraordinarias que ellos mismos crearon.
Clint nunca fue ni es la típica estrellita, el que quiere jugar solo, el centro absoluto de su equipo. El suyo es un juego solidario, lejos del individualismo. Sabe rodearse, asignarle a cada uno de los que lo acompaña un rol preponderante, darle un equilibrio apropiado a todo el conjunto. Sabe dar confianza y en base a eso consigue rendimientos espléndidos. De ahí que confíe en cuatro protagonistas prácticamente desconocidos para el gran público, porque intuye que pueden ser funcionales a los papeles que les tocan y a lo que se está contando. A ellos les da la pelota en el lugar y el momento adecuado, exacto. Y así posibilita que un actor como Vincent Piazza, que hasta ahora sólo era conocido para los espectadores de la serie Boardwalk Empire, entre y la rompa. O le exige a un veterano como Christopher Walken que haga lo que sabe, lo que conoce al dedillo, pero no de taquito, que se brinde por entero al equipo. Le da la pelota en el momento justo, y Walken hace lo que se le pide: la manda adentro.
Ya tiene una larga carrera a sus espaldas, pero Clint no se cansa. La sabiduría le ha dado nuevas energías, pero jamás se apura, no se complica, no hace nada innecesario, no se enreda, hace todo simple, porque tiene bien claro el camino. Es paciente, sabe que tiene entre manos un relato de gran belleza. Y lo va llevando, despacito y por las piedras, dejando que surja con ese tiempo cinematográfico que tan bien conoce.
Ayer me perdí los dos goles de Messi. Me perdí un golazo de tiro libre que sigue certificando que la Argentina no tiene equipo, aunque tiene al mejor jugador del mundo. Pero gané dos horas de cine, de ese cine que defiendo y admiro, y que ya es marca registrada en la filmografía de Clint.
Esta es mi pequeña historia. Vean Jersey Boys y dejen que Clint Eastwood, ese gigante del cine, les cuente una gran, enorme historia.