No sería desacertado pensar en un brindis a la salida de las proyecciones de Jersey boys, el último filme del octogenario aunque juvenil Clint Eastwood. Los espectadores se mirarían a la cara, compartirían su felicidad y repasarían los buenos momentos vividos en la sala. Dado que vivimos en una época en la que la sordidez, la tragedia, la perversión y la imbecilidad de los superhéroes y vampiros pasan por cine arte y cine de espectáculo, ver un filme que afirme legítimamente la vida es una auténtica rareza.
Jersey boys dista de ser perfecta, aunque la elegancia es constante y el crescendo emocional se sostiene hasta los créditos finales. Se dirá que es tan sólo un filme sobre Frankie Valli y el grupo Four Seasons, y por tanto un filme menor de Eastwood. A veces, las grandes películas son las que renuncian a serlo.
Estos músicos pueden resultar desconocidos, pero sus hits seguramente forman parte de nuestra memoria musical (dos compases de Can’t take your eyes from you o de Sherry serían suficientes para demostrarlo). De todos modos, si bien es un filme sobre el nacimiento de un género musical, el tema central pasa por el espíritu de camaradería y el ejercicio de una ética de la lealtad.
Nueva Jersey es una especie de periferia simbólica. De ahí vienen Frankie, Tommy DeVito y la mayoría de los miembros de la banda, que cada tanto mirarán a cámara y anticiparán los eventos por venir.
La historia arranca a principios de la década de 1950; Eastwood, con pocos recursos, se las ingeniará para que todo luzca tan real como inconmensurable para nuestra mirada incrédula. A la distancia, los comienzos de la industria del espectáculo y los orígenes de la televisión resultan de una candidez inimaginable. Después de un par de asaltos fallidos y alguna estadía breve en la cárcel, los muchachos de Jersey formarán la histórica banda. Frankie llevará el falsete a una dimensión hiperbólica y la tardía incorporación del compositor Bob Gaudio sabrá embellecer esa particular técnica vocal.
Lo que sigue de ahí en adelante es conocido: la lenta construcción del éxito, la incompatibilidad de la vida familiar con la carrera profesional, los conflictos de poder en una banda y, en este caso, una peculiar relación con la mafia. Todas las apariciones de Christopher Walken como Gyp, un mafioso distinguido y culto, son sublimes.
Si bien Eastwood acelera el relato en el último cuarto de película y los acontecimientos quedan desbalanceados, todo fluye como en los viejos tiempos del cine clásico. Algunas escenas son estupendas, como la secuencia en la que Gyp, la banda y otro mafioso encuentran la forma de pagar las deudas que Tommy tomó en nombre de todos. Timing, precisión dramática, diálogos precisos, sentido del espacio.
El punto débil de Jersey boys pasa por dejar la historia estadounidense en un total fuera de campo, lo que resiente el relato porque destituye un poco su verosimilitud, como si se tratara de un cuento de hadas para varoncitos. Pero las virtudes del filme de Eastwood son tantas que este ostensible desacierto se compensa por el democrático amor a sus personajes, el creciente volumen existencial del relato, los modos de filmar la experiencia musical como un trabajo colectivo y una finísima clarividencia para (de)mostrar que la felicidad es tan sólo una nota ocasional que se repite cada tanto en la medida en que haya ensayo y compromiso.