Fantasmas en la casa no me dejan ir…
Jessabelle es de esos films que no aportan nada nuevo al género terror/thriller y encima tiene un exceso de duración, clichés y cuotas de absurdo que, de alguna forma, se vuelve algo delicioso para no ser tomado en serio.
Con poca originalidad, lentitud y mucho enredo en su desenlace final se presenta la historia de una protagonista colorada como Sarah Snook -Las últimas horas y Predestinación- que tras sufrir un accidente automovilístico que la deja en silla de ruedas se traslada a la casa de su padre en Louisana. Como por arte de magia descubre unos videos de su madre fallecida -cuando Jessabelle era tan sólo una bebé- donde su progenitora trata de alertarla de una presencia extraña en aquel hogar.
Temáticas como el vudú ya abandonaron sus etapas de gloria, con películas de mulatos poseídos como Yo caminé con un fantasma, y las fantásticas y siempre recomendadas Los creyentes, donde el impecable Charlie Sheen trata de clarificar un asesinato, y La serpiente y el arcoíris, sumergida en la profunda Haití, cuna de creencias nativas de posesión de almas y seres en trance. Los títulos mencionados eran dignas piezas que revolvían estómagos por su veracidad. En Jessabelle, los fantasmas y el tibio culto son figurativos y sólo adornan el clima de aquella zona sureña de Estados Unidos de pantanales, folk y vida campestre, en un claro paralelismo con otro producto mejor logrado como lo fue La llave maestra, donde Kate Hudson como enfermera se encuentra ante una religión afroamericana con mayor presencia y fuerza que busca la posesión de su cuerpo a través de la creencia.
Su director Kevin Greutert, responsable de las dos últimas y pésimas entregas de El juego del miedo, apuesta por un terror con desbordado e industrial dramatismo, que los verdaderos amantes del horror prefieren evitar. Una historia trillada hasta el hartazgo, de tímida tensión amorosa entre la protagonista y el personaje de Mark Webber -muy destacado en la siniestra remake de 13 pecados-, que no suma riqueza a la historia. Sólo para pasar el rato sin demasiadas pretensiones en un triste domingo de invierno.