El director de Germania (2012), La helada negra (2015) y La siesta del tigre (2016) inauguró la sección especializada en cine latinoamericano con una historia de duelo y mimetización concebida junto a la escritora Selva Almada.
En tiempos de cambios profundos (las tradicionales granjas con vacas y tambos se cierran para dar paso a las plantaciones de soja que todo lo arrasan) un pueblo atraviesa un duelo colectivo. Es que un accidente en la ruta terminó con la vida de Jesús López (Lucas Schell), un joven piloto de carreras muy querido en el lugar desde que empezó a manejar un karting a los 6 años.
Tras el funeral, mientras amigos y familiares intentan retomar de a poco la rutina cotidiana (aunque el sentimiento de venganza no tarda en aflorar), Abel -primo de la víctima- empieza a obsesionarse con todo lo que estuvo relacionado con Jesús: su Fiat 600 de carrera, su ropa, quien fuera su novia... Un proceso de identificación y hasta de mimetización que Schonfeld expone con más naturalidad que rasgos de perversión. De hecho, ni los padres de Jesús (o sea, los tíos de Abel) ni el resto del pueblo toma a mal que este adolescente sin demasiado rumbo ni identidad propia se prepare con el auto que antes usara Jesús para participar en una carrera que se organizará en homenaje del corredor fallecido.
Entre el thriller psicológico, el drama familiar (las muy diversas formas de atravesar el dolor y reinventarse es uno de los ejes del relato) y ciertos tópicos ligados a los rituales de iniciación y socialización juvenil en medio de una dinámica pueblerina, esta película coescrita por el propio Schonfeld y Selva Almada tiene ciertos rasgos perturbadores que luego no son del todo explotados por una narración que de forma premeditada omite, sugiere o expone solo en el fuera de campo algunos conflictos (místicos, sexuales, afectivos), aunque sin por eso perder interés respecto de la resolución de la carrera final y la “conversión” de Abel en Jesús.
Que Schonfeld es un obsesivo y un virtuoso a la hora de pensar y concebir cada cada mínimo elemento audio-visual de sus películas es algo que a esta altura no sorprende, pero la fotografía de Federico Lastra, el sonido de Sofía Straface y la música de Jackson Souvenirs (el dúo de Javier Diz y Norman MacLoughlin) está a la altura de sus exigencias y pretensiones. Resultan, así, aliados perfectos para la creación de climas que van de lo trágico a lo íntimo, de lo elegíaco a lo erótico, de una vida rural que se va despidiendo y todavía convive (cada vez con mayores contradicciones) con la urbana. Algunos sueñan con abandonar la naturaleza y abrazar la tecnología; otros, con superar la rutina y el vacío existencial, salir del agujero interior para transitar nuevos y superadores caminos.