En la octava entrega de la franquicia, Jigsaw vuelve del más allá para seguir castigando a “espíritus insurrectos”.
Fiel a su espíritu, Jigsaw comienza con una cruenta escena de tortura. Cinco personas amarradas a una cadena, con un balde de metal en la cabeza, son arrastrados hacia unas puertas que contienen unas sierras dentadas en movimiento. La muerte es inminente, salvo que ofrezcan un sacrificio de carne, reza una voz omnipresente.
Este será el primero de los tantos juegos sangrientos que tendrán que sortear los elegidos por ¿John Kramer? La modalidad y ejecución parece indicar que el asesino que ha regresado, pero ¿cómo puede ser si está muerto? Este será uno de los tantos planteos de esta nueva entrega desgastada, con una fórmula que se repite una y otra vez hasta el hartazgo, sin proponer nada nuevo que le de aire al relato.
El torturador elige muy bien a sus víctimas, todas arrastran un pecado, un gran pesar, y por supuesto el asesino juzga (y hace justicia por mano propia) para que estas almas impuras se purguen a través de la violencia extrema. Esta dinámica éticamente peligrosa, que en esta entrega se acentúa, siempre fue la excusa perfecta para que el sadismo se manifieste en su máxima expresión. Pero en esta ocasión la sangre se diluye como tempera roja aguada y ni siquiera las escenas gore están bien planeadas.
Los asesinatos carecen de ingenio y la tensión nerviosa que era la quinta esencia de la franquicia, se evapora; con una narración que es entreverada y temporalmente confusa sin razón aparente. Una narración que intenta sorprender con vueltas de tuerca predecibles y utilizadas en un sinfín de películas argumentalmente tramposas, donde la cohesión de la historia se vuelve inconsistente. Jigsaw ha vuelo …y cada vez asusta menos.