Este biopic desangelado sobre Steve Jobs, el profeta del capitalismo digital del siglo XXI, más que una hagiografía audiovisual parece una discreta estampita en movimiento de larga duración acerca de un santo heterodoxo propio de un sistema económico y social que sólo puede reinventarse infinitamente –al menos es lo que aquí se sugiere- gracias a los raros y marginales del sistema. Ya en el plano inicial en el que Jobs presenta al mundo el famoso iPod, la inteligencia asociativa de Jobs puesta al servicio del bienestar de la humanidad se equipara sesgadamente con la agudeza intelectual de Einstein, figura clave que acompaña –como Bob Dylan- todo el desarrollo imaginario de este presunto genio. Jobs, supuestamente, fue tanto un genio como un rebelde, aunque la tosca psicología didáctica del film sugiere que también fue un neurótico obsesivo bastante desalmado, dotado de un olfato singular para los negocios. Del año 2001 en el que Jobs dio a conocer ese aparato extraordinario capaz de almacenar 1000 temas musicales, el film de Stern recorre una línea recta que arranca en 1974, antes de que Jobs se convierta en mito, cuando éste caminaba descalzo por el campus de la universidad, tomaba ácidos y viajaba a la India. Lo que viene luego no es otra cosa que su peregrinación y ascenso a la cúspide del capitalismo contemporáneo, su transformación impredecible de un hippie tardío en un yuppie poco ortodoxo; Jobs finaliza a mediados de los ’90 cuando recupera el mandato de su empresa tras que el CEO de Apple lo dejara virtualmente afuera de su propia creación. La genealogía del universo dactilar de los iPhone y iPod queda en un radical fuera de campo, lo que sucede también con la infancia de Jobs que fue un niño adoptado (lo que explica su rechazo inicial a su paternidad) y su muerte por cáncer de páncreas en 2011. El parecido físico de Aston Kutcher es sorprendente, y en su composición entre mimética y hermenéutica del gurú de la manzana reside lo mejor del film, cuya puesta en escena esquemática no parece estar en sintonía con la alabanza a la creatividad constante, valor esencial en el credo de Jobs. La falta de proporción entre los episodios de la vida de Jobs, un abuso flagrante de la elipsis (el más evidente: la aceptación repentina por parte de Jobs, previo a una negación sistemática, de su primera hija llamada Lisa), una musicalización excesiva en casi todas las escenas (que sin duda cabe en la memoria de un iPod) y un concepto entre nulo y mecánico de cada encuadre, son una prueba de la supina mediocridad cinematográfica que predomina en Jobs. El máximo hechicero del Capital, quien concibió “objetos endemoniados” cuyas “sutilezas metafísicas y reticencias teológicas” deslumbran aún a millones de usuarios en el mundo entero merecía una película a la altura de las circunstancias.