CONSTRUIR FAMILIA, CONSTRUIR COMUNIDAD
Como en la reciente Una especie de familia, el tema de la adopción se hace presente en el marco de una producción independiente nacional con intenciones de mínima masividad. Lo diferente en este caso, y lo que la hace más atractiva, es que el proceso que aborda es el de la llegada del niño al hogar y las tensiones que genera ese choque entre extraños: la pareja adoptante y el pibe adoptado. Decimos más atractiva, porque todos más o menos imaginamos los peligros de ese mundo de adopciones ilegales, y si no lo imaginamos los noticieros de la tele nos lo remarcan para que nos horroricemos. Y porque Diego Lerman con sabiduría avanzaba el relato como un thriller a medio tiempo, generando un vínculo inmediato con el espectador. Por el contrario, Carlos Sorín en Joel se mete con algo más complejo y lo hace desde un drama despojado de toda remarcación de emociones, sobre todo en su perfecta primera parte: si la adopción va dejando de ser un tema tabú en la sociedad, a la vez eso trae aparejada cierta liviandad en la mirada, como si no se tratara de un proceso con sus dificultades. Sobre ese nervio y esos miedos, un tanto relativizados socialmente (porque todos además conocemos el buen marketing de la paternidad), se montan los mejores pasajes de la nueva película del director de Historias mínimas.
Claro que hay otro detalle no menor: Joel está filmada en Tierra del Fuego, en la Patagonia, esa región que es ya la patria cinematográfica de Carlos Sorín. Por lo tanto, el sur argentino y Sorín forman una comunión que parece atravesar diferentes etapas y que en esta nueva película alcanza un grado de honestidad mayor, como de pareja que, pasados los años, logró la confianza suficiente como para aceptarse en todos sus pliegues y decirse sus cosas sin generar una crisis. Si con Historias mínimas el director encontró una apuesta estética que tuvo una impensada asimilación con el espectador (guiones sostenidos en relatos nimios, naturalismo extremo, un clima de bondad evidente en personajes que parecían el vecino de al lado), también es cierto que sin resultar artificial o falso, había en ese procedimiento una depuración del costumbrismo y del cine como forma de hablar del “así somos” que resultaba un poco simplista. Nadie puede dudar de la efectividad del recurso, ni tampoco de cierto discurso demagógico que piensa el “interior” en oposición a la “gran ciudad” como un reducto lleno de “buena gente”. Pero en Joel las cosas mutan y a la par que Sorín cuenta cómo esa pareja interpretada por Victoria Almeida y Diego Gentile va asimilando la presencia de Joel (notable debut del niño Joel Noguera), y viceversa, el relato observa también cómo la comunidad reacciona ante la presencia de lo desconocido: se destaca, además, que el matrimonio no es nativo del lugar. Sin excesos -tal la marca autoral del director- pero lejos de la bonhomía de otrora, aparecen terrores sociales, dudas, inseguridades, tensiones, que resquebrajan la aparente tranquilidad.
Por lo tanto Sorín construye un relato que se divide en dos partes y que se vinculan a partir de reflexionar sobre la relación entre lo interno y lo externo, y en cómo afecta e impacta lo diferente en un universo autosuficiente. Joel es una película sobre los miedos y cómo reaccionamos ante ellos, tanto en lo familiar como en lo social: es una película sobre individuos y comunidades. De esas dos películas en una la que mejor funciona es la que hace centro en la llegada del pibe al hogar: en primera instancia, porque el chico es más grande de lo que la pareja estaba buscando, porque evidentemente arrastra una experiencia de vida de lo más difícil y porque la pareja no sabe cómo hacerle frente a la situación. La manera en que Sorín trabaja formalmente el conflicto, en cómo va construyendo lo global a partir de pequeños episodios, en cómo la tensión de la convivencia entre la pareja y el niño se resuelve por el lado de la incomodidad, se hace evidente la presencia de un director que conoce perfectamente las herramientas expresivas y discursivas con las que cuenta, para edificar una película que fluye como pocas en el contexto del cine nacional. No hay en esos momentos una línea de más y Sorín se respalda en un elenco notable, donde sobresalen especialmente el joven Noguera y la extraordinaria Almeida en un personaje que va teniendo sutiles modificaciones en su carácter, hasta la implosión del final.
La otra película aparece pasada la mitad del relato y tiene que ver con un conflicto que se da con el menor y la escuela a la que asiste. Y ahí aparece Sorín mirando con otros ojos ese sur de comunidades cerradas y algo restrictivas, aunque el director tiene la inteligencia suficiente como para evitar el retrato de héroes y villanos: es notable cómo Cecilia (Almeida) se enoja ante lo que considera una injusticia aunque no deja de ver la lógica en la otra parte, porque en definitiva ella misma ha sido diseñada por esa mirada que ahora la repele. Si bien aparecen en estos pasajes algunos parlamentos algo dirigidos a señalar los problemas del sistema y queda atrás cierta sutileza (fundamentalmente en la asamblea que se da en el colegio, aunque tampoco ayudan actuaciones algo deficientes), Sorín nunca deja de lado a sus protagonistas y justifica todas sus decisiones al demostrar que todo lo que ocurre termina impactando en los protagonistas: en ese sentido es notable la construcción de la pareja protagónica, representando cierta idea de lo masculino y lo femenino ante la adversidad. El, más concesivo; ella, más luchadora. Y en última parte aparece con mucha fuerza una referencia explícita al cine de los Dardenne (el recorrido que emprende la protagonista de Joel es similar al de la Marion Cotillard de Dos días, una noche), especialmente por una puesta en escena que se vale de travelings que acompañan el andar de los personajes pero también por una fábula social diluida en un realismo amable aunque -esta vez- sin concesiones. En la decisión final de Cecilia parece haber una definición del relato sobre la única manera posible de actuar en estos casos.