Siempre tarde.
Verdad de perogrullo a esta altura convencerse de que en este país la palabra inclusión supone per se a otra que también es muy utilizada: integración. Si se piensa a la sociedad como un organismo, y en la misma dirección a una comunidad como un cuerpo, el diagnóstico de enfermedad está a la vuelta de la esquina.
El nuevo opus de Carlos Sorín, Joel, recupera esa pureza de las historias mínimas sobre los grandes temas sociales. La simpleza para narrar desde las imágenes, la puesta en escena y un puñado de diálogos creíbles, léxicos sumamente familiares y la naturalidad de los que frente a cámara la vuelven invisible.
Al igual que en otras películas del director de El camino de San Diego, la idea de un personaje desamparado o al menos desprotegido vuelve transformada en el terreno de la adaptación que se le exige a un niño de nueve años, cuyo pasado se relaciona con el abandono y su presente, tan incierto como su sonrisa frente a los extraños, con la chance remota de encontrar padres adoptivos, siempre que una vez vencido el plazo de la guarda los nuevos tutores decidan continuar con el proceso de adopción legal y definitiva.
Ese desamparo del niño de 9 genera la conflictiva en el seno íntimo de una pareja joven instalada hace poco en la comunidad, Cecilia (Victoria Almeida) y Diego (Diego Gentile), su deseo de ser padres, sus ansiedades, miedos y nulas herramientas para defender posiciones ante las primeras complicaciones con la adaptación de Joel (Joel Noguera), su retraso en el aprendizaje y el rechazo por no ser un niño de esa comunidad.
El paisaje patagónico, los escenarios desolados de Tierra del Fuego, transmiten además desde lo visual el complemento ideal para remarcar las sensaciones de aislamiento, soledad ante una inmensa nada blanca. La ausencia de un Estado o al menos la demora de décadas para generar políticas educativas de largo plazo son el talón de Aquiles que plasma las fisuras de un sistema obsoleto, alejado de la realidad y volcado al corto plazo cuando la problemática supera todos los estamentos institucionales y de la propia comunidad, que encuentra en el pretexto del chivo expiatorio su indiferencia y rasgos de individualismo que ocultan prejuicios y prácticas de discriminación polémicas.
El cine de Carlos Sorín es aquel que nos mira no como espectadores sino como cuerpo social; es aquel que nos interpela desde los ojos de Joel en el espejo retrovisor de la historia, la chiquita y la escrita con letras mayúsculas. En definitiva, un cine que nos muestra sin juzgarnos: humano, cruel, realista, poético y político.