La cámara de Carlos Sorín recorre el frío espacio de la Patagonia siguiendo el andar de Cecilia (impecable Victoria Almeida) mientras se dirige al encuentro con su marido (Diego Gentile) para comunicarle una importante noticia. Instalados desde hace poco tiempo en un pequeño pueblo de Tierra del Fuego, el deseo de ser padres se entreteje con la inquieta espera por la adopción, con la tensa expectativa por el recibimiento del recién llegado. La aparición de Joel, un chico de nueve años derivado desde Buenos Aires, con un pasado de desamparo marcado por la detención de su tío, no solo será un aprendizaje para esa familia, sino para todo el pueblo, entorno aislado que concibe lo desconocido como amenazante.
La mirada humana de Sorín se concentra en los vínculos entre sus personajes, en las relaciones que se tejen en sus silencios y esperas. El lento descubrimiento de las emociones de Joel, sus gustos, sus recuerdos emergen gracias a las decisiones del director de acercarse a ese universo sin desmoronarlo. Cuando intenta retratar posiciones colectivas -o institucionales- se perciben con más evidencia los hilos de la construcción, como en el debate de los padres sobre la permanencia de Joel en la escuela pública. Sin embargo, el universo de Sorín se torna más complejo en los pequeños trazos, en la dimensión moral que adquieren las acciones sin necesidad de juicio, en la consciente cercanía que nos inspira sin hacer alarde de su presencia.