Keanu Reeves vuelve a encarnar al implacable sicario en una secuela que redobla la apuesta y trae más acción y adrenalina que la primera entrega
John Wick, un despiadado asesino profesional tiene que salir de su retiro por pedido de un ex asociado que planea hacerse con el control del gremio de mercenarios internacionales al que pertenece. Obligado por un juramento de sangre, Wick viaja a Roma para enfrentarse contra los colegas más letales del mundo, mientras descubre que su cabeza también tiene precio.
La primera película era sorprendente, fresca y muy divertida. Keanu Reeves hacía gala de su histrionismo y habilidad con las artes marciales para componer a este empático asesino a sueldo. Y en esta secuela, no defrauda y trae de regreso al personaje valiéndose de su carisma que traspasa la pantalla.
Con momentos de acción perfectamente coreografiados, un elenco de secundarios sólidos y una estética atrapante, este es un espectáculo de balas, puños y cuchillos que no da respiro. La tensión y el humor muy negro se dan la mano para lograr una película que bebe de lo mejor del cine clase B sin descuidar jamás ninguno de los rubros técnicos (algunos de ellos muy bien diseñados como la fotografía, el montaje y los efectos de sonido).
John Wick mata y mata (es imposible calcular la cantidad de cadáveres que se acumulan a lo largo del metraje) pero la historia está tan bien contada, que nunca se vuelve ni reiterativa ni redundante. En este ballet de acción y sangre, Reeves es un danzarín experto al que el traje negro le calza perfecto.
Entre tantas reiteraciones, secuelas, precuelas y remakes, el nacimiento de una franquicia como esta, trae una bocana de aire fresco a un género que parecía más muerto que cualquiera de los enemigos de John Wick.