Pequeño éxito de crítica y público al punto de convertirse rápidamente en film de culto en todo el mundo, la primera entrega de John Wick (Sin control en la Argentina) significó una brillante carta de presentación como director del reconocido stuntman Stahelski y un regreso con gloria como héroe de acción para el devaluado Reeves. Esta secuela ratifica y potencia los hallazgos de la película original para convertirse en un ejemplo de estilización visual, ejercicio autoconciente y apropiación lúdica de la violencia extrema.
John Wick (estrenada en la Argentina hace poco más de dos años con el título de Sin control) sorprendió por su deliberada apuesta por la estilización, su nivel casi gamer de la violencia y la fascinación por el movimiento, todas características que remedaban al cine de John Woo y otros maestros del cine de Hong Kong de las décadas de 1980 y 1990. Dos años después, y otra vez con Chad Stahelski como director y el impertérrito Keanu Revees en el rol estelar, su secuela repite –y maximiza- esos méritos.
El film comienza clausurando la primera entrega, es decir, con Wick terminando de masacrar a la banda que había robado su imponente Ford Mustang y, lo peor de lo peor, matado a su perrito. Es una escena que narrativamente aporta poco, pero que le sirve a la película para plantear cuáles serán sus armas: más violencia, más espectacularidad y una conciencia enorme del realizador acerca de la importancia de la vertiente física del relato. No parece casual que Stahelski haya forjado una larga trayectoria como doble de riesgo antes de incursionar en la dirección.
Ya con su auto recuperado, a Wick lo visitará un capo de la mafia italiana con una oferta que no puede rechazar. Él, claro, la rechaza y como respuesta recibe un bazookazo directo al comedor. Una vez aceptado el trabajo, el asesino a sueldo irá en busca de la hermana del contratista. Ella tampoco es una beba de pecho, y el encargo no puede culminar de otra manera sino con él siendo perseguido por un auténtico batallón dispuesto a masacrarlo.
A partir de ahí, John Wick 2 pone quinta marcha y no para: la primera balacera después de la escena de apertura es una de las más impresionantes que se hayan visto en años, en parte por la espectacularidad de las imágenes, pero sobre todo por la decisión de Stahelski de acompañar a su protagonista desde la espalda y prolongar las escenas más allá del corte habitual.
Pero el film también tiene autoconciencia del absurdo generalizado y decide evidenciarlo en una tensa caminata de Wick y uno de sus perseguidores por un subte lleno de gente. Allí, entre disparos con silenciador, Stahelski dice –a él y también a los espectadores– que su película no es otra cosa que un ejercicio tan violento y sanguinario como finalmente lúdico.