LOS BRILLOS Y SUS MÉRITOS
Se podría decir que John Wick 2: un nuevo día para matar es efímera y no sería una equivocación o exageración. Tampoco un cuestionamiento. De hecho, esta secuela –que supera en eficacia y hasta complejidad a su antecesora- se hace cargo del lugar que ocupa, con desparpajo y alegría, encontrando allí sus mayores méritos: es un espectáculo hiperbólico, donde la exageración es la norma, pero también la fisicidad y el profesionalismo.
Uno de los méritos más sustanciales de John Wick 2: un nuevo día para matar es que consigue una razón de ser como secuela –e incluso como paso intermedio rumbo al cierre de lo que será una trilogía-, a pesar de que la primera entrega parecía culminar la historia de su protagonista. Lo hace a partir de un relato que potencia no tanto al personaje del título sino al universo que lo rodea y habita, repleto de asesinos, mafiosos, entidades que nuclean a mafias, proveedores de criminales, hoteles que albergan delincuentes y hasta homeless que resultan ser tipos no precisamente muy santos. El John Wick que encarna Keanu Reeves con notable efectividad y compromiso, y que debe volver a las andadas cuando alguien le aparece en la puerta de su casa para cobrar ese tipo de deudas ineludibles, es una especie de envase vacío en diversos sentidos y vías: para los otros personajes, puede ser el cuco –“el Hombre de la Bolsa”, como le dicen varias veces-, el instrumento para ciertos fines, el representante de otros tiempos, la leyenda de la que todos hablan; para el espectador, es el vehículo para adentrarse en un mundo donde todo es brillo, superficie, fantasía lustrosa, códigos irrompibles –y que están para romperse-, lo que quisiéramos que fuera el submundo marginal.
El director Chad Stahelski muestra ser astuto y hasta inteligente, apoyándose en el conciso y preciso guión de Derek Kolstad, pero también en todo un conjunto de filiaciones, que se acumulan desde el inicio, con una cita muy particular (y explícita) a Buster Keaton. La presencia de ese ícono del spaguetti western que es Franco Nero no es casual, porque podemos verlo como una especie de antecesor y modelo a seguir para John Wick. Algo similar se puede decir de la aparición de Laurence Fishburne: no solo es un guiño a Matrix, también lo es a un cine donde no importan los sentimientos o la política, sino las peleas y tiros. De hecho, John Wick 2: un nuevo día para matar busca recuperar cierto espíritu del cine de acción de los noventa, donde la exageración se imponía al realismo, la reflexividad escaseaba y los que dominaban el paisaje eran tipos como John Woo o Tsui Hark –verdaderos coreógrafos y compositores de la imagen-, a la vez que dialoga con el cine oriental del nuevo milenio y representantes como Johnnie To.
Por eso John Wick 2: un nuevo día para matar, cuando deja el lastre de ciertos diálogos demasiado ceremoniosos, privilegia el plano de conjunto y hasta los planos generales para diseñar la acción, apelando al montaje en el cuadro, otorgándole una fluidez inusitada a la narración y las imágenes que la componen. Y en base a eso, consigue algunas secuencias notables, que están entre lo mejor de los últimos años, como la que transcurre en las catacumbas del Coliseo o la que se desarrolla en una exposición de espejos en un museo. En esa configuración narrativa, donde el relato progresa saltando de una escena de alto impacto a otra, esta secuela interpela a la saga más emblemática de los últimos tiempos: la de Bourne, con especial énfasis en Bourne: el ultimátum. Es una interpelación problemática, porque si en los films del asesino amnésico la acción está pautada por la política y la cámara en mano, el seguimiento a Wick está atravesado por un romanticismo simplón pero funcional y la steady cam. Donde ambas franquicias parecen darse la mano es en el final de John Wick 2: un nuevo día para matar, marcado por la desolación y la paranoia, y que es el puente perfecto para la tercera parte.