La tercera entrega de una de las sagas de acción más estimulantes de la actualidad propone un recorrido desenfrenado, felizmente caótico e hiperviolento, aunque se resiente cuando apuesta por el desarrollo de los personajes y la historia.
Con Liam Neeson ya viejo para andar trompeando y tirando patadas y Tom Cruise enfrascado en misiones imposibles cada vez más cosmopolitas y parecidas a las de James Bond –aunque Cruise, a diferencia del agente 007, está dispuesto a mancharse–, John Wick se erige como una de las sagas de acción más estimulantes de la actualidad. En su tercera parte, vuelve a apostar por un recorrido deliberadamente caótico que, sin embargo, se resiente cuando apuesta por el desarrollo de sus personajes y la historia.
A John Wick 3 – Parabellum le pasa lo mismo que a Rápidos y furiosos, otra saga nada casualmente pensada para, por y desde lo desaforado; esto es, funciona muy bien en su faceta de acción y hace gala de un caudal enorme de ideas visuales a la hora de transmitir en imágenes el placer del movimiento, pero cae cuando pone el freno de mano para darle carnadura al relato. Un relato que comienza inmediatamente después del fin de la segunda parte, con Wick transformado en “excomunicado” debido al retiro de la membresía de la poderosa agrupación de criminales que integra(ba). La consecuencia principal de esa “excomunicación” es el pedido internacional de su cabeza a cambio de ni más ni menos que 14 millones de dólares.
Los primeros 20 minutos de John Wick 3 – Parabellum son de lo mejor del año. Allí el hitman trajeado (Keanu Reeves, que con esta franquicia encontró una inimaginable segunda vida para una carrera hasta hace unos años extinguida) hace lo que mejor sabe: fugarse hacia adelante, sortear obstáculos de las formas más impensadas y, desde ya, boletear a una cantidad imposible de tipos que vienen a matarlo. Los boletea sin sutilezas, con lo que tenga a mano: hasta un libro funciona como elemento mortal en manos de Wick, en la escena más ridícula y graciosa de toda película.
El ex doble de riesgo devenido en director Chad Stahelski tira toda la carne al asador durante una introducción que remite a la primera etapa de John Woo, aunque con una apuesta por el humor y la autoconciencia ausentes en la filmografía del realizador hongkonés: secuencias sin diálogos, con pocos cortes de montaje y filmadas casi siempre en plano conjunto, una claridad conceptual enorme para clarificar visualmente la acción y, desde ya, una sucesión de peleas diagramadas con una precisión digna del cuerpo de ballet del Bolshói.
Esa oda a la violencia, sin embargo, se detiene, y Wick, de inmutable rostro de nada, empieza a involucrarse con distintos personajes que podrían detener la cacería. Los diálogos se vuelven altisonantes y graves, como si quisieran negar la condición festiva e irreverente de las secuencias de peleas, y la película, más allá de las escenas de acción posteriores, se estira hasta unos innecesarios 130 minutos. Así, el resultado va entre la locura y la solemnidad, entre el desenfreno y lo litúrgico. Pero a no preocuparse demasiado: todo indica que Wick tendrá su revancha.