Quién hubiera adivinado que la historia de un tipo al que le matan el perro y busca venganza podía llevar a una saga de películas a cual más exitosa. Quién hubiera pensado que la historia del vindicador canino terminaría en un épico film de casi tres horas en el que es imposible aburrirse. Bueno, nadie: es de esos pequeños grandes milagros que a veces pasan con el cine, sobre todo con el cine popular. John Wick es quizás el personaje mejor sincronizado con el mundo actual: violencia estilizada, toda clase de artes marciales, patadas y piñas, guiños al pasado tradicional del cine de aventuras, una historia que bien podría haber firmado Alejandro Dumas, secuencias de acción realizadas con la mejor tecnología y, sí, una mitología propia (la cofradía de asesinos, el hotel donde curan sus heridas, las reglas de un mundo por debajo del mundo). Si esta película es mejor que las anteriores no es porque haya alguna novedad en este universo, sino porque amplía lo conocido y lo vuelve más amplio. Pero lo que importa es el puro movimiento: de eso se trata a esta altura John Wick, de un cine completamente abstracto realizado -paradoja de paradojas- a partir de secuencias hiperkinéticas y barrocas. Es quizás lo que hoy se le pide al cine, y funciona: por ese largo rato, nada más importa que el destino de ese Keanu barbado capaz de cualquier hazaña, de los puros cuerpos en movimiento.