¿Qué lugar queda para las parodias de James Bond después de Maxwell Smart y Austin Powers? Parece que algún resquicio todavía había: a quince años del inicio de la saga, y a siete de la secuela, los ingleses desempolvaron a Johnny English para esta tercera (¿y última?) aventura. Que, contra todo pronóstico, tiene su gracia.
Un ciberataque expuso la identidad de todos los agentes del MI7, y entonces a la agencia de inteligencia británica no le queda otro remedio que acudir a uno de sus miembros retirados para combatir al ciberterrorista. Que no es otro que Johnny English, que no es otro que Mr. Bean haciéndole burla a 007. Es decir: Rowan Atkinson, príncipe del slapstick, vuelve a desplegar todo su arsenal de torpezas físicas, pero con otra excusa. Otro personaje, los mismos recursos.
Por momentos los chistes son de una candidez y una elementalidad tal que parecen destinados a niños muy pequeños (y probablemente así sea). Otros están demasiado transitados: como si el Súper Agente 86 no les hubiera exprimido ya todo el jugo cómico posible a los chiches tecnológicos ridículos, aquí, por ejemplo, se insiste en hisopos explosivos y golosinas letales que no aportan nada.
Muchas de las monerías de Atkinson son exasperantes. Pero hay que reconocer que, a fuerza de caídas y patinadas, después de un rato es capaz de quebrarnos la resistencia hasta a sus detractores más tenaces. Como en esa secuencia en la que se pasea por Londres usando un casco virtual que lo enceguece y lo lleva a atacar con un par de baguettes a un mozo o dejar fuera de combate a una anciana en silla de ruedas.
Un gran aliado para este Johnny English es su compañero Bough, que en la secuela había quedado fuera pero ahora volvió con todo, explotando a fondo la figura del fiel ladero que nunca pierde la compostura y a menudo termina sacándole las papas del fuego a su jefe.
Olga Kurylenko, como una espía rusa, y Emma Thompson, como la primera ministra británica, también contribuyen a jerarquizar esta comedia. Que, además, se ríe de la adulación y el embobamiento que generan los profetas de Silicon Valley, sin dejar de señalar que probablemente sean los nuevos amos del planeta.