El agente que vino del ridículo
Una especie de pacto no firmado se establece cada vez que un capo cómico es la figura exclusiva de una producción cinematográfica. Tiene carta blanca. No importa lo que haga, lo importante es que ocupe la pantalla la mayor cantidad de tiempo posible. La película es una excusa para verlo a él y casi daría lo mismo que no existieran los otros personajes y la historia que los contiene.
En el caso del actor inglés Rowan Atkinson, conocido por su personaje Mr. Bean, basta un primer plano de su cara
para que se produzca el efecto deseado: esa media sonrisa básica con la que un comediante empieza a ganarse la simpatía incondicional del público.
Atkinson es un actor físico, con la más perfecta fisonomía de estúpido que una combinación genética le puede conceder a una persona. Si causa gracia sin mover un músculo, cuando guiña un ojo provoca un terremoto de carcajadas. Es un verdadero artista de la morisqueta. No afectado y genial, como Jim Carrey, por ejemplo, que se deforma a sí mismo para hacer caras diabólicamente cómicas, sino simplemente dotado de un sentido del ridículo natural, casi elegante en su absoluta falta de habilidad.
Eso es lo que viene en el envase de Atkinson, ya está ahí antes de que se apaguen las luces de la sala. Pero claro, junto con él, también hay una película y, en este caso, con una fórmula probada: la del agente secreto torpe y despistado, héroe involuntario, siempre a punto de hacer estallar todo a su alrededor.
Johnny English es el negativo de James Bond, su gemelo idiota. Y en esta versión 2011 (la anterior data de 2003), ha pasado varios años expulsado de los servicios secretos ingleses tras una tremenda equivocación que implicó la muerte del presidente de Mozambique. Fue mandado a Tibet para reestrenarse. Ya en el convento budista, en las primeras secuencias difundidas en los avances, Atkinson debe afrontar una serie de situaciones inocurrentes, que sin embargo rozan lo sublime sólo porque él las interpreta.
El resto del guión de Johnny English recargado no es menos previsible y carente de ingenio, casi a tono con el coeficiente de inteligencia del agente. Hay alguna que otra prueba de fina ironía inglesa, como que el servicio de inteligencia británico sea gerenciado por una multinacional japonesa, pero lo mejor siempre se concentra en las escenas en que Atkinson parece epilépticamente inspirado por los dioses de la risa.