Estamos parodiando para usted.
El problema de la secuela de Johnny English es el mismo que el de su antecesora: se saca a Rowan Atkinson del lugar seguro de la cotidianidad que habitaba con Mr. Bean y se lo coloca en una parodia de un género (el cine de espías, la serie James Bond) sin hacerle demasiados ajustes a su comedia. Bean y English se parecen en algo y es que los dos aspiran a ser uno entre los demás, a integrarse con el resto del mundo. Pero, a diferencia de lo que ocurría con el eternamente opaco, misterioso, inquietante e inabordable Mr. Bean, Johnny English es un personaje transparente del que conocemos absolutamente todo: sus deseos, sus metas, sus debilidades e incluso sus fortalezas. English queda delineado y agotado con unos pocos trazos y de allí en más nos reímos de la frustración del agente, de cómo sus acciones siempre están en desfase con sus objetivos y con lo que los otros esperan de él. “English quiere capturar a una asesina china pero ataca a una abuela que tiene el mismo vestuario”; así podrían resumirse casi todos los chistes de la película: English quiere A “pero” B, siempre. Esto no sería tan malo si la película contemplara en su programa algo más que la parodia más chata y aburrida. Johnny English recargado es apenas una burla de rutina aplicada sobre los lugares comunes más comunes del género a lo Bond: romance, autos de lujo, chicas despampanantes, gadgets, villanos exóticos. La operación básica de Oliver Parker es romper el género con pequeños desplazamientos pero sin llegar nunca a subvertirlo o a ponerlo realmente en crisis. No es necesario que la parodia sea subversiva o tenga como fin desmontar de arriba abajo el género con el que trabaja, cierto, pero tampoco que se convierta en una risa cómoda y repetitiva que se construye únicamente sobre convenciones no respetadas de manera tibia.
Jonhhy English descansa sobre dos pilares: la parodia facilonga y la comedia deforme de Rowan Atkinson. Digo deforme porque el inglés hace humor no solo con el eterno desacuerdo en relación con la humanidad toda sino también con la plasticidad de su cara y de su cuerpo que se torsionan, giran, rompen, tensionan y demás violencias y mutaciones físicas. El problema es que esa deformación está al servicio de una premisa básica: el protagonista quiere ser como los otros pero no le sale. Es decir, que sabemos lo que quiere, podemos entenderlo y hasta identificarnos con él. Acá es donde se vuelve importante la comparación con el personaje que hizo famoso a Atkinson (al menos en nuestro país); nunca sabíamos qué era lo que buscaba Mr. Bean, intuíamos que tenía que ver con la adecuación a las normas sociales, con poder convivir con sus compañeros de especie, pero nunca accedíamos a sus verdaderos anhelos. Eso era lo que hacía de su personaje algo (una cosa, un ente, un monstruo) tan atractivo e irritante a la vez: nunca terminábamos de descifrarlo, Bean era siempre una incógnita. En cambio, y sin cambiar demasiado el tipo de comedia física y el desajuste que realizara con ese personaje, en la película de Parker Atkinson repite tics y actitudes de Bean pero dejando ver su psiquis, sin guardarse nada. English no causa gracia porque no inquieta, porque cuando lo conocemos un poco ya sabemos lo que va a hacer, podemos anticipar sus movimientos y sus errores. Entonces, la fórmula de Johnnie English podría resumirse más o menos así: personaje previsible y con pocos recursos humorísticos más parodia rutinaria y cómoda que se queda en el chiste fácil y correcto.
Igual que la empresa que en la historia se dedica al espionaje de manera abierta y pública y ofrece sus servicios a la población (el eslogan es: “estamos espiando para usted”) convirtiendo la profesión en un servicio accesible, cómodo y sin misterios, la película de Oliver Parker hace algo similar con sus materiales: toma la parodia y la vuelve una operación de rutina, fácil, que se queda en la mera burla tímida de las convenciones más populares.