El agente secreto más incompetente
En los años 60, la irrupción del agente secreto James Bond (indivisiblemente asociado por entonces con la figura de Sean Connery) generó la aparición de una serie de parodias o de imitaciones de la exitosa serie de filmes basados en las novelas de Ian Fleming. Desde el querible Super Agente 86, pasando por James Coburn en la piel de Flint (peligro supremo) hasta el burdo James Tont encarnado por Lando Buzzanca, fueron muchos los personajes que, desde el sesgo del humor, recrearon las aventuras del agente con licencia para matar. No podía faltar, por cierto, la caricatura generada en la propia patria de 007: así nació Johnny English, una excusa más para que Rowan Atkinson repita la gesticulación y el humor físico que tan buenos resultados le dio en el personaje de Mr. Bean, ese clásico del humor televisivo. El personaje protagonizó un filme de 2003, dirigido por Peter Howitt, y no aportó otra cosa que lugares comunes alrededor de la idea de un agente secreto sumamente torpe y despistado, permanentemente convencido de que es el mejor en su especie a pesar de que las cosas no pueden salirle peor. Exactamente lo mismo es lo que se plantea en esta secuela, ocho años después; English está reencontrándose consigo mismo en un monasterio en el Tibet. Hasta allí van a buscarlo sus superiores y le asignan una misión compleja y decisiva para el futuro del planeta; desde luego que, como toda la platea ya sabe, English hilvanará un desaguisado tras otro mientras, casi de casualidad, va desentrañando el complot que investiga y que, aun a pesar de su torpeza, terminará por desbaratar.
Hay todo un público que disfruta de las morisquetas y del falso aplomo que muestra Atkinson en sus personajes: a ellos está dirigida la película, sin otra alternativa que enhebrar una serie de situaciones para el exclusivo lucimiento del personaje (y del actor). No hay mucho más en este filme, cuyos recursos humorísticos se ven notoriamente envejecidos.