La nueva película del director de «Thor: Ragnarok» se centra en un niño nazi que, durante la Segunda Guerra Mundial, tiene a Adolf Hitler como amigo imaginario que le da consejos de vida. Es una comedia. O algo así…
El complicado subgénero de las comedias sobre el Holocausto ataca otra vez. Por suerte, ahora lo hace en manos de un cineasta con el talento, la inteligencia y la sensibilidad de Waititi, alguien capaz de generar momentos de humor evitando la mayoría de los chistes obvios o clásicos (o usados ya por Lubitsch, Chaplin, Woody Allen o Mel Brooks) sobre nazis, y un cineasta que tiene una enorme empatía con sus personajes. El estilo del director neocelandés por lo general permite un combo más que atractivo de humor ácido y ternura cute, como lo prueban WHAT WE DO IN THE SHADOWS, THE HUNT FOR WILDERPEOPLE y THOR: RAGNAROK, entre otras. Aquí se mantienen los códigos de humor de aquellas películas (la sátira podría salir de su «documental» sobre vampiros y la ternura del «coming of age» de su excelente WILDERPEOPLE, película muy similar a esta en ciertos aspectos, disponible en Netflix por si lo quieren comprobar) pero se le suma un contexto tan amplio como problemático: el nazismo, el antisemitismo, el Holocausto. ¿Hay forma de que el humor encuentre su camino en medio de esa potencial maleza ética?
La propuesta es valiente y funciona más cuando es más salvaje y desprejuiciada que cuando intenta, especialmente en la última media hora, ponerse sentimental y aleccionadora. Es decir: si la película tiene algún problema, ese problema no es el humor. JOJO es la historia de un chico que lleva ese nombre (Roman Griffin Davis) y que es miembro de la Juventud Hitleriana en el último año de la Segunda Guerra Mundial. No solo es un nazi fanático (más que convencido, fue llevado a eso por la presión de los pares y algunos problemitas en casa) sino que tiene como amigo imaginario al propio Adolf Hitler quien, interpretado por el propio director, le da absurdos consejos de vida.
Ya de entrada la película da cuenta del tono de su propuesta, jugada muy hacia la sátira, el absurdo (se escucha «I Want to Hold Your Hand» de los Beatles, durante los créditos armados con escenas de enormes manifestaciones nazis) y un humor muy ácido, si bien por momentos cercano al sketch televisivo de programas tipo «Saturday Night Live». Jojo sobreactúa su «nazismo» pero en realidad es un dulce y tímido chico de diez años que no se atreve, literalmente, a matar ni a un conejo. De ahí viene su apodo, que se lo ponen los chicos más grandes de la barra hitleriana en una secuencia de entrenamiento infantil en los conceptos básicos y en las tácticas bélicas nazis que le da al film una apertura formidable tanto en lo humorístico como en lo conceptual.
A partir de un accidente que sufre en el entrenamiento, Jojo debe quedarse en su casa y ahí descubre que su madre –con quien vive, ya que su padre desapareció misteriosamente en el frente y su hermana habría muerto– esconde a una adolescente judía detrás de las paredes de su cuarto. La premisa del encuentro entre ambos da lugar también para muchas situaciones graciosas, hasta que el asunto se complica por dos motivos. Por un lado, el chico empieza a enamorarse de Elsa (Thomasin McKenzie) y, por otro, los nazis acechan y a ninguno le conviene que se descubra el asunto, ya que también quienes la ocultaron pagarán las consecuencias.
De a poco, JOJO RABBIT va dejando el humor más salvaje y entrando en lo que es esperable en un film sobre estos temas: el miedo, el suspenso, el dolor, la tragedia. Y ese territorio, jugado en tono liviano, es como arena movediza para quien atreva a acercársele. Como dejó claro aquel fiasco sentimental llamado LA VIDA ES BELLA, la comedia emotiva sobre temas como el Holocausto es un terreno pantanoso donde siempre se está al borde de la explotación oportunista de un hecho trágico. Por suerte, Waititi tiene dos cosas a su favor respecto a Roberto Benigni: un sentido del humor mucho más afilado y efectivo, y la inteligencia para usarlo en los momentos en los que la película está al borde de pasarse de rosca. Puede parecer un simple operativo de guion, es cierto (hay algún chiste que, tras un hecho trágico, cae un tanto incómodo), pero funciona a la perfección, salvando la mayor parte del tiempo a la película de caer en las garras del golpe bajo.
Visualmente la película combina un tono a lo Wes Anderson (especialmente con los niños hitlerianos uniformados) con el tipo de humor que tan bien Waititi ha usado en su película de vampiros con hambre, en la que una crueldad sobreactuada solo revela la fragilidad de quienes la utilizan como arma. Waititi como Hitler, o Sam Rockwell y Rebel Wilson como dos instructores nazis, juegan a eso todo el tiempo, de una manera bien virada a la comedia. En paralelo, el pequeño niño nazi que cree que los judíos tienen cuernos y la oculta Elsa (una Ana Frank pasada por el filtro de BASTARDOS SIN GLORIA) concentran la ternura, el miedo y la confusión que es el corazón de esta historia. En el medio, casi en su propia película, Scarlett Johansson se divierte haciendo de la imprevisible madre de Jojo, una mujer que guarda tantos secretos como sombreros y vestidos de colores chillones.
JOJO RABBIT es la clásica película efectiva que hace reír mucho y convierte al público en fan, especialmente si uno se encariña con los personajes (un amigo de Jojo es, acaso, el más entrañable de todos, aunque se lo ve poco) que aparecen allí. Cuando uno está dentro del disfrute de su efectivo humor y su ternura desarmante es imposible, casi, reflexionar sobre sus costados más simplones, básicos o problemáticos. Pero en la última parte, la menos cómica del film, Waititi deja en evidencia que está caminando por zonas que bordean el golpe bajo o que directamente caen en él de cabeza. Con un par de «trucos de magia» y una excelente selección musical, el tipo –que, uno imagina, es consciente del berenjenal en el que se ha metido– logra escapar, un poco, del problema. Y lo hace por la vía del humor y la ternura, dos armas muy efectivas contra cualquier totalitarismo.